El teatro en Colombia: Siglo XIX
La actividad teatral del siglo XIX en Colombia comienza con la construcción del primer teatro en Santafé, edificado por Tomás Ramírez y José Dionisio del Villar en 1792, durante el gobierno del virrey José de Ezpeleta. La edificación del Coliseo Ramírez coincide con la construcción de teatros en los principales centros urbanos del continente: La Habana, 1776; Caracas, 1784; Guayaquil, 1790; Montevideo, 1793; Guatemala, 1794; La Paz, 1796.
Esta primera casa de comedias, llamada inicialmente Coliseo Ramírez y más tarde, a partir de 1840, Teatro Maldonado, se erige como símbolo de un teatro que empieza a establecerse oficialmente bajo un concepto hegemónico de cultura. En dicho proceso confluyen varias circunstancias que se desarrollan a lo largo del siglo y culminan en la década del ochenta, cuando el gobierno interviene directamente con la construcción del Teatro de Colón en Bogotá.
Por estos años se comenzaba a sentir la necesidad de tener edificios para la representación escénica en las ciudades más importantes del país. Así, grupos de notables se asociaron para la construcción de pequeños o grandes teatros. Estos grupos, conformados por humanistas, que en mayor o menor grado poseían solvencia económica, deseaban que sus ciudades tuvieran una vida cultural similar a la de Madrid o París; además estaban inspirados por las ideas de la Ilustración llegadas a través de España, según las cuales el teatro serviría de motor para lograr el cambio de mentalidades y costumbres.
Pero tales ideas sólo sirvieron como tema de amenas discusiones, porque en la práctica, fuera de la construcción del escenario, no hubo un programa de estímulo a las pocas compañías nacionales de profesionales y aficionados, y el espacio fue ocupado por las presentaciones de compañías comerciales españolas, que empezaron a crear una sensibilidad teatral bastante mediocre. Frente a la baja calidad de los nacionales y extranjeros, los instruidos siguieron considerando suficiente la lectura del texto dramatúrgico.
Los sectores conservadores que desde tiempo atrás consideraban peligroso al teatro, por atentar contra el alma y contra la sociedad y porque las tablas eran propicias para las críticas directas, continuaron, desde los púlpitos y posiciones de privilegio, empleando aquellas ideas de raigambre hispanista, que propugnaban la censura y la prohibición. Como resultado, en la práctica funcionó una censura a las obras de dramaturgos, al quehacer teatral y a las actrices, bajo la máscara de la moralidad y el rigor en la aplicación de las leyes.
Legislación y censura
La historia teatral de comienzos del siglo XIX se refiere a las anécdotas, que hoy como ayer, hacen reír. Se podría decir que se ejecutaba “un teatro dentro del teatro” entre los espectadores y los actores, puesto que el público intervenía directamente en el desarrollo de la trama que se estaba presentando, modificándola, si no estaba de acuerdo, o participando en las acciones que tenían lugar en el escenario, por medio de gritos, chillidos y en algunos casos arrojando objetos a los actores que desempeñaban el papel de truhanes, para «salvar» a aquellos que eran víctimas de las injusticias.
Para curar estos males «vergonzosos», se pidió que las autoridades hicieran cumplir las leyes que habían observado los abuelos santafereños a finales del siglo XVIII: las pragmáticas, cédulas y órdenes que habían sancionado los españoles y la república había ratificado. Estas pretendían evitar que el público fumara, gritara o atacara con palabras y hechos a los actores mientras se presentaba la obra, e incluían penas para los transgresores.
Pero como las normas no se cumplían y continuaban las discusiones entre el público y los actores, al igual que la atmósfera asfixiante por el humo del cigarrillo y el olor de los alimentos, y los disgustos entre los espectadores porque los sombreros de los de adelante no dejaban ver a los de atrás, el Concejo del cantón de Bogotá, presidido por Francisco de Paula Santander, expidió el 14 de febrero de 1839 un decreto sobre espectáculos públicos. Este apuntaba a corregir a la audiencia, como lo hacía la legislación anterior, e incluía una inspección previa sobre obras y actores.
Así, ya no había forma de que el espectador con su participación pudiera modificar los argumentos o demostrar con gritos que había tomado partido por algún personaje. Igualmente, se evitaba poner en escena obras de fuerte crítica social o que hubieran sido tachadas de inmorales.
La responsabilidad de la censura y el control recaía sobre el jefe político o sobre un inspector delegado por él. Era su obligación permanecer en el teatro durante la función. Debía supervisar que los actores se vistieran de una manera que no ofendiera el pudor ni la decencia; también le correspondía vigilar que no se agregaran o suprimieran versos o palabras al texto original, con excepción de aquellos que de antemano él mismo hubiera cambiado; y hacía cumplir los contratos a los directores de las compañías y los empresarios.
La sociedad del siglo XIX, con su carácter patriarcal, estigmatizó a las mujeres que trabajaban como actrices; por eso los escenarios se vieron desiertos de colombianas. Donde más había era en Bogotá, y aun así eran contadísimas; en Medellín y otras ciudades, los hombres jóvenes las sustituyeron en los papeles femeninos, y las únicas mujeres que se veían en las tablas eran españolas y las “prima donna” italianas. Los rumores sobre amoríos y escándalos protagonizados por actrices del siglo XVIII y comienzos del XIX, junto con las ideas libertarías que algunas de ellas proclamaron, en apoyo de sus maridos o hermanos, sirvieron de justificación para mantener las medidas represivas, que convenían a la ideología imperante.
Sin embargo, los grupos de burgueses e intelectuales que querían promover el teatro crearon por medio de la prensa una imagen femenina ideal, como anzuelo para que las mujeres participaran de la vida cultural en general, y en particular para promocionar las funciones teatrales. A la avalancha de construcciones y la aparición de asociaciones de fomento al teatro se sumó la aprobación de la profesión actoral para las mujeres en el código civil de 1887.
Sociedades y sedes teatrales
Los esfuerzos realizados a lo largo del siglo para la fundación de sociedades teatrales y sociedades de accionistas con miras a la construcción y apertura de pequeños teatros se relacionan con los cambios de la geografía urbana. Así, por ejemplo, no se volvió a hablar de teatro en Mompós, Santa Marta, Socorro y varias poblaciones de Nariño y Cundinamarca; estos centros urbanos fueron reemplazados por otros como Manizales, Medellín y Barranquilla, al tiempo que se consolidaban las funciones en ciudades que ya tenían tradición, como Bogotá, Popayán y Cartagena.
En Bogotá, a finales del siglo XIX, se construyó el Teatro Municipal y, sobre las ruinas del antiguo Coliseo, el Teatro de Cristóbal Colón. Siguiendo el ejemplo de la Sociedad Filarmónica, se había creado en 1849 la Sociedad Protectora de Teatro, a la cual se pertenecía por suscripción de acciones y de la cual dependía una compañía de teatro que se presentaba en el Coliseo. Esta se formó con los actores españoles Villalba y Belaval, sus familias y algunos actores nacionales; pero el experimento sólo duró una temporada y la Sociedad se liquidó antes de empezar a perder dinero, al final de ese mismo año.
En el siglo XIX los temas y estilos en el teatro fueron una prolongación del neoclasicismo. Las obras más representadas en los primeros 50 años eran melodramas de intriga y sainetes. En dramaturgia, las mejores producciones se orientaron a los temas de la conquista y la emancipación, y hubo también una tendencia al escapismo, con personajes mitológicos griegos y latinos. Los sainetes contenían críticas a la sociedad y a las clases altas, por la importación de costumbres y modales. En la segunda mitad del siglo se introdujo el teatro romántico, lleno de lágrimas, suicidios y asesinatos, inspirado en el romanticismo francés; al mismo tiempo se afianzaba la corriente costumbrista, con temas de crítica social.
Fiestas y tertulias
En los años siguientes a la declaración de la independencia, se conmemoraron con grandes festejos las fechas patrias. Estas fiestas no diferían mucho de las que en el siglo anterior se hacían en honor de los santos patronos o para celebrar la llegada de los virreyes. Comenzaba el día con un “tedeum”, por la tarde una corrida de toros y en la noche un baile, y en contadas ocasiones, la presentación de una obra. Pero el teatro perdía atractivo frente a los alegres bailes de máscaras y disfraces, que en el pasado habían sido prohibidos por los españoles.
Las funciones en los pequeños pueblos continuaron haciéndose en tablados improvisados levantados en las plazas. La representación comenzaba con “loas”, se introdujeron cantos patrióticos y, por último, la obra principal, que casi siempre era una tragedia. La “loa”, que había arraigado en la vida cultural de los centros urbanos del continente, continuaba teniendo su espacio en la alegría patriótica, a pesar de que las circunstancias sociales y culturales estaban cambiando.
José Manuel Groot reseña las fiestas que se celebraron el 23 de julio de 1820 en el cantón de Bogotá, hoy Funza, a las que asistió el vicepresidente Santander para ver la representación del drama “La Pola”, dedicado al general por su autor, José María Domínguez Roche. En la función, según Groot, hubo sollozos, lágrimas y maldiciones al antiguo régimen. En el mismo sitio, para el 7 de agosto, una compañía de aficionados presentó la tragedia “La Alsira”.
En las postrimerías del siglo XVIII se habían formado en Santafé las tertulias literarias. Para el teatro, estas fueron importantes porque propiciaron la traducción y lectura de producciones nacionales y extranjeras. Gracias a la tertulia de Antonio Nariño se conocieron algunas obras francesas del momento. En 1830 se formó el Parnasillo, allí se leían sobre todo los clásicos españoles. A mediados del siglo XIX, con “El Mosaico”, el espacio se amplió para el teatro colombiano escrito, y ya se anunciaba el teatro de la Gruta Simbólica, que impulsó el primer grupo nacional del siglo XX: “La Escala de Chapinero”. El Mosaico, por primera vez dentro de la historia de estos círculos, planteó un fin fundamental: hacer literatura nacional, sin importar las influencias intelectuales y artísticas de los contertulios.
Actores, compañías y funciones
A finales del siglo XVIII, el Coliseo abrió sus puertas con una compañía compuesta por seis actrices, seis actores y músicos. Del elenco, la más querida fue Nicolasa Villar. La compañía tuvo temporadas entre 1793 y 1795, y en 1798. En 1797 llegó al país el segundo marqués de San Jorge con su esposa Rafaela lsazi, llamada “la Jerezana”, quien junto con la andaluza María de los Remedios Aguilar “la Cebollino”, Andrea Manrique, María del Carmen Ricaurte y José María de la Serna, representaron obras de Lope de Vega y Pedro Calderón de la Barca, y sainetes de Ramón de la Cruz.
La mayor parte de las compañías extranjeras que visitaron el Virreinato de la Nueva Granada en el siglo XVIII eran españolas. Llegaban incompletas y los problemas de salud las menguaban todavía más en estas tierras; también encontraban dificultades de transporte, por eso les resultaba más fácil contratar actores criollos o españoles que se hubieran venido solos a aventurar. Más que un interés artístico, a estos actores, bastante mediocres según los comentarios de la prensa, los movía el deseo de aventurar y probar fortuna.
Muchas de las compañías se disolvían por motivos económicos o peleaban públicamente con los empresarios. Por esto mismo, no es extraño que en los periódicos de mediados de siglo se viera con ojos nostálgicos la época de “la Cebollino” y “la jerezana”, calificada como la época dorada del teatro en Bogotá. El recuerdo se idealizaba aún más por las costumbres aristocráticas y el protocolo que acompañaba las noches de teatro.
Siguiendo la costumbre de la época de emplear hojas sueltas impresas, volantes y libelos, con el fin de informar, atacar a los contrincantes políticos, defenderse o hacer aclaraciones, algunos actores extranjeros y empresarios acudieron a este medio para desacreditarse mutuamente. Los manifiestos de los actores, tan vehementes como los de los políticos, revelan que los móviles de las querellas no eran propiamente artísticos y que el factor económico primaba como motivo de las separaciones.
Entre las compañías dramáticas extranjeras que sobresalieron se cuenta la de Villalba, que permaneció tanto tiempo en el país que su director, Francisco Villalba, terminó radicándose en Bogotá como empleado de la Biblioteca Nacional. En su primer viaje, esta compañía realizó temporadas entre 1833 y 1837, colaboró en los arreglos locativos del Coliseo y puso en escena obras de dramaturgos colombianos.
Regresó en 1848 con una compañía de ópera con la cual dio a conocer obras líricas españolas e italianas. De 1833 a 1835 alternó con Villalba la compañía de Romualdo Díaz y su esposa Juliana Lanzarote. El vestuario que trajeron los Díaz para las presentaciones deslumbró al público bogotano. Estos trabajaron seis meses y, al final, se unieron a la compañía nacional de Juan Granados.
En 1838 llegó la compañía de Eduardo Torres, que se dividió en Bogotá. Una de sus secciones permaneció en el país como compañía andante por pueblos y provincias, bajo la dirección de Francisco Martínez, apodado «el Curro». En 1846 llegó la compañía de Mateo Fournier, que fue muy querida y aplaudida por el público capitalino, por lo cual una parte de la misma, dirigida por el primer actor, regresó a Bogotá en 1849 y alternó la temporada con dramas y óperas.
En 1869 vino de Venezuela la compañía de Pepa Fernández, que no se presentó en Bogotá sino en pequeñas ciudades, entre ella Manizales. Las otras compañías que vinieron durante la segunda mitad del siglo, especialmente las finiseculares, estaban especializadas en ópera y zarzuela. Las de zarzuela incluían en su repertorio comedias que presentaban en los intermedios.
Ya en las postrimerías del siglo, alternaron las compañías españolas de Arcadio Azuaga y la de Luque y José Prado. Estas trajeron obras románticas y comenzaron a introducir a aquellos dramaturgos que se vieron hasta los primeros 50 años del siglo XX. Por último, vinieron los Zimmermann y Uguetti, quienes entre zarzuela y zarzuela presentaban sombras chinescas y sainetes.
Los actores colombianos se agrupaban en compañías llamadas de aficionados, que estaban conformadas casi exclusivamente por hombres y tenían poca vida artística. Entre 1820 y 1830 se destacó la compañía de José María Sarmiento, «Chepito». Además, sobresalieron la compañía de Domitila, la de Casimiro Uscátegui, apodado “el Rey”, la de Mariano Ramírez Rincón y la del médico Pedro Vera. En 1833 Juan Granados fundó la Compañía de Aficionados al Arte Dramático y puso en escena varias obras nacionales, entre ellas “Aquimín” de Luis Vargas Tejada. En 1842, cuando dirigía el Coliseo, Francisco Ortega formó una compañía de aficionados, que puso en escena obras de Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) y Manuel Bretón de los Herreros (1796-1873).
En 1845, Juan José Auza fundó y dirigió una compañía de aficionados, con una pequeña orquesta de cámara para la interpretación de piezas musicales en los intermedios. En 1853 reunió nuevos actores, entre ellos a Margarita y Eloy Izásiga, y se presentó durante marzo y abril con las obras “Margarita de York”, de Manuel Antonio las Heras; “Bárbara Blomberg”, de Patricio de la Escosura; y “El hijo de la loca”, de Federico Soulie. En 1849, la compañía de la Sociedad Protectora del Teatro presentó durante la temporada obras de Ventura de la Vega y, como complemento de las funciones, petipiezas de Bretón de los Herreros.
En 1856 Lorenzo María Lleras fundó otra compañía de aficionados, que tuvo el acierto de formar actores de alta calidad artística. En la ciudad de Medellín, a partir de 1855, comenzó actividades la compañía de aficionados dirigida por Froilán Gómez donde presentaban sobre todo obras de Víctor Hugo, a las que eran aficionados los antioqueños. La temporada de esta compañía fue reseñada por Emiro Kastos, quien registró la separación del grupo en 1856.
En 1876, también en Medellín, Lino Ospina fundó una compañía de aficionados que trabajó durante el mes de junio. Las presentaciones se hicieron en homenaje a la independencia y en gratitud a los fundadores de la república. Las obras fueron “Las riendas del gobierno”, “Viva la libertad” y “Mi honra por su vida”. En 1877 se organizó la Compañía Nacional de José Camacho, quien buscó dar impulso a lo nacional, ante el marcado apego de la sociedad a todo lo extranjero. En 1885 se conformó en Popayán otra compañía de aficionados dirigida por José Restrepo, quien más tarde fue general. En 1890 apareció en la misma ciudad una compañía infantil, dirigida por Rubén J. Mosquera.
En 1894 se formó pasajeramente una compañía de actores, en su mayoría bogotanos, para presentar la obra "Martirio y redención" de Teodoro Aquilino León. Esta se refería al sabio Francisco José de Caldas, a Policarpa Salavarrieta y al triunfo de los republicanos. En 1892, después de la inauguración del Teatro Municipal de Bogotá, sus directivas pretendieron crear una compañía anexa a este. El fracaso de la empresa se atribuyó a la escogencia de obras del repertorio español, cuando el público gustaba más del repertorio francés, y al mal desempeño de los actores.
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