La ausencia de instancias supranacionales que pudieran mediar entre estados y el fracaso de los intentos por establecer marcos de encuentro entre ellos (como los congresos de paz de Cambrais y Soissons) motivaron que, en el siglo XVIII, la diplomacia se revelara como un elemento clave en la relación entre países europeos. Esta diplomacia, sin embargo, atendía solo a los intereses nacionales, sin mostrar reparos ante el juego sucio. Como había afirmado el diplomático inglés sir Henry Wotton un siglo antes: «Un embajador es un hombre honesto enviado al extranjero para mentir por el bien de su país».
Aun así, la diplomacia en este siglo fue más allá de la simple mentira, pues las cortes europeas crearon o refinaron entonces los departamentos de inteligencia y espionaje. Francia fue el Estado que más empeño puso en la organización de estos servicios secretos. En el siglo anterior, Luis XIII ya había creado un aparato de inteligencia, y su hijo Luis XIV había continuado con la tarea: su principal logro había sido la creación del Grand Chiffre, un código de cifrado para las comunicaciones secretas que se mantendría indescifrable durante más de dos siglos. Pero fue Luis XV quien consagró definitivamente este tipo de actividades: institucionalizó los Cabinets noirs (servicios de interceptación de cartas enviadas por o dirigidas a personas consideradas de interés) y, sobre todo, dividió los canales diplomáticos del país entre los oficiales y los secretos. Su sofisticado departamento de diplomacia secreta fue conocido como el Secret du Roi y actuó al margen de la diplomacia oficial. Contó con los servicios, entre otros, del célebre espía Chevalier d'Eon, también conocido como Mademoiselle Beaumont, que se infiltró en la corte de Isabel I de Rusia haciéndose pasar por una mujer y realizó numerosas tareas de espionaje en toda Europa, a veces como hombre y a veces simulando ser del otro sexo.