Educación para la libertad
Incluso la libertad exige una educación a propósito. Porque ser libre no es fácil, hay que aprender a serlo. Aprender y, por lo tanto, enseñar el sentido de la libertad. La libertad es un valor que aparece cuando el individuo toma conciencia que es alguien autónomo con respecto a la naturaleza y a la comunidad social.
El proceso del reconocimiento de la libertad ha sido lento. La ética de los griegos no giraba en torno al principio de la libertad. Para ellos, la unidad y la igualdad de los miembros de la comunidad política eran más importantes que la individualidad que a cada uno corresponde. La vida privada carecía de valor y lo verdaderamente importante era la actividad política. En la Edad Media, el ser humano se descubre como conciencia, y la ética empieza a ser una ética de la persona y no de la naturaleza humana. La Reforma protestante y la secularización del pensamiento filosófico consagran a la libertad como principio indiscutible de la existencia humana y condición necesaria para la perfección moral. En el renacimiento, el pensamiento humanista es esencialmente individualista, a diferencia del animal, al hombre le es dado elegir su propia vida.
El pensamiento político y moral de la época moderna se centra en el esfuerzo de ir consolidando las libertades individuales frente a cualquier poder exterior, estatal o social. Para que el Estado conozca sus propios límites y no se exceda en sus poderes, hará falta proclamar unos derechos fundamentales que cualquier poder o instancia debe respetar.
Estos derechos no son sino el desarrollo de un derecho primordial: el derecho de cada individuo a gozar de su libertad.
Para que estos derechos se cumplan la moral debe ser autónoma, es decir, sus principios no pueden fundamentarse en una religión o en una autoridad trascendente o terrenal. La ley moral está por encima de la ley positiva -del derecho, puesto que el derecho es también corregible y criticable. No hay otro origen de la ley moral que la misma razón humana, de ahí su autonomía.
Las costumbres y los modos de vida, la cultura en general, ofrecen posibilidades de elección para actuar en uno u otro sentido. Pero las opciones pueden ajustarse o no a la legalidad moral. El criterio capaz de determinar la validez moral de los actos es el que dice que sólo es moral lo que es universalizable.
Ese filtro, que juzga la moralidad o inmoralidad de las decisiones no viene impuesto por nadie más que por la razón misma. La autoridad que indica si se debe o no decir la verdad, ser honrado, respetar al otro o ayudarle si lo necesita, no es sino la propia razón. Sin autonomía o libertad no cabe hablar de moral. La autonomía es la condición de la moral.
No puede imputársele a nadie la responsabilidad de una acción que no ha emprendido libremente.
La ley moral se distingue de la ley de la naturaleza en que ésta no se puede transgredir, en tanto que la ley moral sí es susceptible de ser transgredida. Además, la única sanción que cabe esperar de su incumplimiento es, como mucho, un sentimiento de culpabilidad o de mala conciencia, pero nada más allá de esa desazón. Así, mientras ningún ser humano podrá dejar de crecer, envejecer y morir porque es natural que así suceda, el cumplimiento de la ley moral dependerá de la voluntad de cada uno de seguirla o no seguirla.
Pero no acaba aquí el sentido de la libertad. No sólo existen leyes o deberes que podemos dejar o tomar, sino que esos deberes proceden de nosotros mismos, son producto de nuestra libertad o de nuestra capacidad para decidir qué tipo de vida y qué tipo de mundo deseo como realización de lo verdaderamente humano. La idea es que la moral debe basarse en la autonomía de la persona y no en autoridades externas.
Sólo puede hablarse de conciencia moral cuando la moral deja de identificarse con normas y deberes impuestos y pasa a ser asumida o aceptada voluntariamente.
La libertad esta entendida en dos sentidos: negativo y positivo. Libertad significa estar libre de coacciones y limitaciones, poder optar, preferir, elegir. No tener una senda previamente marcada, esa es la libertad negativa, una libertad que tiene poco que ver con la ética. La libertad negativa es condición del acto responsable, del acto que puede serle imputado al individuo como bueno o malo, correcto o incorrecto. Pero no es más que eso. La libertad negativa coincide con las libertades civiles y políticas: libertad para decir lo que se piensa, para asociarse con quien se quiera, para votar o dejar de hacerlo.
Esa libertad negativa puede ser utilizada de muchas maneras, y a ese uso de la libertad se le llama libertad positiva, que no es sino la libertad para hacer esto o aquello. En el ejercicio positivo de la libertad, es donde podremos decidir si de verdad nos dejamos gobernar o nos autogobernamos, si decidimos por nosotros mismos o alguien o algo decide, en realidad, por nosotros.
La autonomía se entiende como la capacidad del ser racional de darse a sí mismo leyes. Leyes que, puesto que es racional, han de ser correctas, han de estar de acuerdo con la razón. Ahora bien, la voluntad humana es débil, no sigue necesariamente a la razón. Si la siguiera ciegamente, carecería de libertad tal y como solemos entender el término.
Elegir correctamente es elegir racionalmente, y no siempre se elige así, puesto que se es víctima de deseos, impulsos, pasiones, intereses cuya racionalidad no está muy clara.
La libertad de que goza el individuo puede usarse para bien o para mal. El asesino sabe que no debe matar. Y lo sabe no porque exista una ley que penaliza a los asesinos, sino porque sería contradictorio con la idea de una humanidad que se quiere a sí misma. Las guerras y las múltiples matanzas que no necesitan legitimación porque la han tenido desde siempre, deben, por lo menos, encubrir su realidad y hacer ver que no tienen nada que ver con el asesinato, sino con otras vicisitudes.
Libertad y ley moral no son contrarias, sino las dos caras de una misma moneda. Por dos razones: porque la ley moral no obliga con la misma necesidad con que obliga la ley de la naturaleza y, por lo tanto, se es libre de acatarla o no, y porque «libertad moral» es igual a «autonomía», esto es, a capacidad para legislarse uno a sí mismo.
Se han conquistado un gran número de libertades garantizadas por políticas democráticas. Sin embargo, se puede afirmar que cuanto mayor es la ausencia de coacciones explícitas, más poderosas son las coacciones tácitas, las que no se ven, pero actúan sobre nosotros. No se piensa ni se opina libremente, sino que se piensa lo que «se debe» pensar y se opina o se dice lo que «se debe» decir. Aquí el «se debe» se refiere a lo que imponen como «normal» la sociedad y las costumbres, las ideologías o las religiones. Las modas que nacen y mueren y que se infiltran en la política, el trabajo, el ocio, las opiniones, los medios de comunicación, actúan como tiranías escondidas contra una libertad individual que deja, así, de ser creativa.
Las libertades que se han conquistado hasta el momento actual no garantizan la ausencia de coacciones tácitas, que también impiden el ejercicio de la libertad.
La potencia de la autonomía moral sucumbe ante la facilidad y la comodidad de dejarse gobernar por otros. Esta pérdida de libertad, que se materializa en la masificación social, puede producir indiferencia, apatía o falta de criterio para librarse de necesidades superfluas. Tanto el fascismo como la homogeneización de los estilos de vida, propios de las sociedades avanzadas, son, de hecho, formas colectivas de evadir la libertad. La soledad del mundo moderno, la inseguridad, derivan hacia el sacrificio de la propia vida a poderes superiores.
Si está claro lo que significa «estar libre de» -libertad negativa-, el «ser libre para» -libertad positiva- es un objetivo que fácilmente degenera en mera ilusión, o se convierte en su contrario. Es difícil no sucumbir a los diversos poderes que socializa la libertad positiva. Los límites de la libertad son, pues, de dos tipos. Unos vienen de fuera; son los que intentan coartar nuestra libertad negativa o positiva, en forma de leyes, reglas, códigos. Los otros la coartan a través de ideas, doctrinas y dogmas.
La primera limitación debería salir del mismo ser humano, del reconocimiento de que un cierto uso de la libertad puede producir mayores daños que bienes. De ahí nace el derecho positivo, las leyes que penalizan conductas que pueden dañar a otros
Puesto que vivimos en comunidad, y no puede ser de otra forma, hay que procurar que la convivencia sea pacífica, que el bienestar esté bien repartido, que el daño sea el mínimo.
La segunda limitación, en cambio, carece de justificación, salvo cuando somos conscientes de que la aceptamos porque queremos hacerlo. Lo difícil, en este caso, es llegar a esa toma de conciencia. La libertad no es absoluta, se nace condicionados por la época, la historia, la cultura, el sexo, el estatus social, etc. Habría que preguntarse si el ser humano es tan libre como se piensa o está determinado y condicionado, aunque ignore cuáles son sus condicionamientos.
La libertad es un recurso de la imaginación que cubre los huecos del desconocimiento. Porque así es la condición humana: vivimos con la convicción de que elegimos entre opciones diferentes y, de hecho, nos culpamos a nosotros mismos y a los demás de las elecciones equivocadas.
Referencia:
Zamora, M. A. (2004). Educación en Valores. Enciclopedia Global Interactiva. Grupo Cultural S.A.
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