El derecho a la igualdad
El principio básico de la ley natural es que todos los hombres nacen libres e iguales. De ahí derivan los derechos fundamentales. Libertad e igualdad son las dos reivindicaciones que dan contenido a la justicia, si bien es cierto que la lucha por la libertad ha sido más persistente, continuada y eficaz en el pensamiento y la política de Occidente que la lucha por la igualdad. No obstante, es la defensa de una cierta igualdad lo que marca más específicamente el origen del pensamiento ético-político.
Cuando el pensamiento filosófico empieza a secularizarse para no apoyarse en otra autoridad que la de la razón humana, aparecen las teorías del contrato social como explicación de una supuesta libertad e igualdad de todos los hombres que debe ser preservada y mantenida, si es preciso, por la fuerza de la ley. La ley, sin embargo, siempre significa una limitación de las libertades. Para solventar esa incoherencia, los filósofos modernos buscan una explicación racional, aceptable, y voluntaria de la necesidad de la ley moral. Toda la filosofía moral moderna se orienta hacia el objetivo básico de fundamentar esa especial «necesidad» de la ley moral. La pregunta es ¿Cómo es posible que un aparato tan coactivo como el Estado sea aceptado por los humanos? La respuesta es que, si no hubiera Estado, ni leyes, el caos y el desorden serían constantes.
El ser humano no puede sobrevivir solo, necesita el amparo de la sociedad política para perpetuarse. Gracias al Estado y a las leyes, cada individuo o colectivo se sabe protegido de posibles ataques de otros.
Someterse a la ley significa, la renuncia a parte de las libertades individuales para no perder o ver amenazado el principio mismo de la libertad. El Estado, así, iguala a todos los hombres: les concede igualdad de derechos o igualdad ante la ley que regula la vida de todos y no sólo la de unos cuantos. La primera forma de igualdad que se reivindica es, pues, la igualdad en la libertad. El Estado se justifica como garantía última de esa igualdad.
La filosofía explica la sumisión voluntaria a la ley con la ayuda de la teoría del contrato social, desarrollada por Hobbes, Locke y Rousseau en el siglo XVIII. En pocas palabras, desarrolla la hipótesis de un contrato originario entre los hombres para convivir ordenadamente y con garantías de seguridad. La existencia de la sociedad se explica, según ellos, por un pacto entre los humanos que les obliga a respetarse y les garantiza la protección del Estado.
La igualdad en el mundo moderno, sin embargo, ha sido tan artificial como el pacto que la fundamenta. Proclama y afirma los mismos derechos para todos los hombres. Pero ni se esfuerza demasiado en poner las medidas políticas para que se cumpla ese derecho, ni denuncia con decisión las fisuras de una teoría que no se verifica en la práctica. La Revolución francesa proclamaba la igualdad de todos los hombres ante la ley. La revolución burguesa significó el fin de los privilegios de la nobleza. Pero de ahí no se sigue la igualación real de todos los humanos. Quedan aún muchos ignorados y desheredados que serán el objetivo de las doctrinas socialistas y marxistas.
El pobre y el rico no son igualmente libres, aunque lo sean por derecho y así esté establecido.
EL ESTADO DE BIENESTAR
El modelo del Estado de bienestar es, sin duda, la innovación más importante del siglo XX y la aportación política más concluyente a favor de la igualdad. A la implantación de ese modelo de Estado hay que añadir los movimientos sociales, en especial el feminismo. Las teorías políticas del Estado de bienestar entienden la igualdad fundamentalmente como igualdad de oportunidades. Al Estado corresponde redistribuir los bienes básicos, materiales y espirituales, de forma que las posibilidades de intervenir y participar en la toma de decisiones sea una posibilidad real para todos los ciudadanos. Se trata de atender las necesidades básicas de todos, repartiendo con equidad los bienes que satisfacen esas necesidades: la educación, el cuidado de la salud, el trabajo, las prestaciones por jubilación o desempleo.
Los derechos humanos, que nacieron como derecho fundamental a la libertad, se han ido ampliando y extendiendo con la reivindicación de los derechos llamados económico-sociales. El derecho al trabajo, a un salario digno, a la educación y a la cultura, a un nivel de vida adecuado, a la protección de la salud, constituyen una especificación más concreta del derecho general y abstracto a la igualdad. El sufragio universal fue uno de los mayores logros del feminismo: con el derecho a voto de las mujeres se inicia una cadena de igualdad legal que sigue su lucha hasta hoy en día.
Artículo 21 de la Declaración de Derechos Humanos: Las mujeres tendrán derecho a votar en todas las elecciones en igualdad de condiciones con los hombres, sin discriminación alguna. 20 de diciembre de 1952. Asamblea General de las Naciones Unidas.
La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 formalizó muchos derechos que ya habían ganado políticamente grupos minoritarios de algunos países. Ejemplo de ello es que en 1893 se aprobó en Nueva Zelanda el primer sufragio femenino sin restricciones, gracias al movimiento liderado por Kate Sheppard. Sin embargo, para otros regímenes esta carta política fue la justificación para el desarrollo de movimientos internos que exigen la reivindicación de todo tipo de derechos.
El Estado sólo garantizará una libertad igual a todos los ciudadanos si hace posible, al mismo tiempo, que todos ellos tengan las mismas oportunidades para acceder al poder o a puestos de responsabilidad o de toma de decisiones. Lo cual significa igualdad de oportunidades en educación, acceso a puestos de trabajo, protección expresa de minusvalías o de discriminaciones por razón de sexo o raza. Para ello, deberá aplicar un reparto desigual de los bienes básicos, una distribución desigual destinada a favorecer a los menos favorecidos.
Esto implica una distribución equitativa, es decir, las instituciones del Estado tienen que identificar a aquellos que viven peor y sufren más, para darle prioridad en la redistribución de los bienes básicos y procurarles mayores servicios que les permitan satisfacer sus necesidades fundamentales. De esta manera, los equipara con los que viven con más holgura económica o tienen un acceso más fácil a los bienes básicos.
El Estado debe velar por el cumplimiento de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, como por ejemplo el derecho al cuidado y protección de la salud.
IGUALDAD DE SEXOS
Otro gran avance hacia la igualdad ha sido el movimiento feminista. Los derechos de la mujer tuvieron que ser reconocidos como derechos específicos, puesto que su teórica inclusión en los «derechos del hombre y del ciudadano» no significaba ningún reconocimiento de una real igualdad de oportunidades. El movimiento feminista ha conseguido, en el mundo occidental, la igualación legal de los dos sexos.
En el comienzo del siglo XXI, se puede decir que no existen barreras legales que impidan la formación de la mujer en cualquier ámbito, pero sí existen barrerás reales. Han cambiado las leyes, pero no han cambiado las mentalidades, ni las costumbres, ni las actitudes. No existen suficientes medidas correctoras para contrarrestar el factor que sigue situando a la mujer en una situación de inferioridad en una etapa determinante de su vida. Mientras no sea la sociedad en su conjunto la que se proponga resolver el problema que afecta a todos, difícilmente no se avanzará en esa revolución mental.
La emancipación de la mujer debe mucho a un modelo de Estado que ofreció a las mujeres una buena parte de los servicios que necesitaba para poder salir de su casa y acceder al mundo del trabajo. Ese Estado debe agradecer a las mujeres que hayan mantenido parte de su dedicación a los niños, a la familia, un trabajo socialmente tan importante como poco reconocido. Sin embargo, ciertas formas de reparto del trabajo, que se proponen, como la propuesta de trabajo a tiempo parcial, pueden asimismo perjudicar a la lucha por la emancipación femenina si se limitan y se destinan a consagrar más aún la situación de dependencia de las mujeres con respecto a la vida privada.
Se debe luchar para que las posibles reformas del Estado y del mercado laboral no signifiquen un retroceso en lo avanzado hasta ahora, sino que sirvan para paliar las discriminaciones cotidianas aún muy persistentes.
LA XENOFOBIA Y El RACISMO
La lucha por la igualdad de la mujer sirve de punto de referencia de otras desigualdades aún pendientes que están planteando conflictos en las sociedades. La distancia económica entre el Norte y el Sur, la existencia de un tercer y cuarto mundo cada vez más poblado, han abierto las puertas a una inmigración que es la muestra más evidente y desgarrada de que la igualdad está muy lejos de ser una realidad o un derecho conquistado en nuestro mundo.
De nuevo se ha puesto de manifiesto la existencia de extranjeros que buscan su lugar como seres humanos, mientras ese lugar les es negado sistemáticamente por quienes se proclaman demócratas y defensores de los derechos fundamentales. El problema de fondo es económico. Los criterios de justicia para esa redistribución están claros, el criterio justo es el de distribuir favoreciendo a los menos favorecidos, evidentemente. Los derechos económico-sociales, como derechos universales, son puestos en cuestión por esa realidad inmigrante que pone de manifiesto el escándalo de la desigualdad real.
La xenofobia y el racismo, el rechazo declarado del extranjero o de quien pertenece a una cultura extraña, no son sino la expresión del egoísmo que se resiste a tener menos para que otros tengan más. El problema es de justicia distributiva más que de incomprensión hacia otros pueblos y otras culturas. La prueba es que ningún representante de otra cultura es excluido cuando viene con los bolsillos llenos.
Las organizaciones xenófobas basadas en la violencia de raza han obstaculizado, en muchas ocasiones, las luchas por la igualdad. Sus irracionales planteamientos chocan frontalmente con los ideales en los que se basan los derechos humanos.
Existe el peligro de que las actitudes racistas olviden su razón de ser más material y acaben valiendo por sí mismas. El rechazo étnico tiene su contrapartida: que los rechazados se encierren en un «nosotros» que también aspirará a conservarse puro, como simple reacción a la persecución y al desprecio de los otros. Ambas actitudes son la forma evidente de pérdida del sentido de lo humano, base de la justicia y de la fraternidad. El olvido puro y simple, y quizá voluntario, de que todos formamos parte de una misma humanidad.
Pero para afirmar la igualdad no se deben despreciar o desatender las diferencias. Los nacionalismos y la reivindicación de diferencias culturales quieren convivir al lado de la proclamación de unos derechos universales que, de algún modo, igualan a todas las culturas. No por ello, tiene que existir una contradicción entre ambas reivindicaciones. El derecho a la propia individualidad, o a la diferencia de un grupo, es también un derecho fundamental, una expresión de la libertad. Pero no debemos olvidar que el derecho a la igualdad básica de todos los humanos, es y debe ser previo a la reivindicación de las diferencias.
El reconocimiento de todos y cada uno de los individuos como sujetos de una vida igualmente digna es la premisa previa para exigir el conocimiento de las diferencias. Los derechos de los pueblos a su autonomía total o parcial, el derecho de las culturas minoritarias a no ser sistemáticamente absorbidas por las grandes culturas es, sin duda, otra manifestación de la igualdad en la libertad.
La libertad colectiva encierra una clara contradicción, puesto que la libertad es, por definición, un derecho individual.
El derecho a mantener las diferencias culturales sólo es justificable éticamente si cumple dos condiciones: 1) que sean respetadas, al mismo tiempo, las libertades individuales de quienes integran esa cultura minoritaria y diferente, y 2) que la diferencia no signifique discriminación o conciencia de superioridad sobre los «otros». No es fácil mantener simultáneamente todos estos principios. El tacto, la prudencia y el respeto profundo al otro deben subyacer a las reivindicaciones nacionalistas.
Referencia:
Zamora, M. A. (2004). Educación en Valores. Enciclopedia Global Interactiva. Grupo Cultural S.A.
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