La solidaridad y la justicia
La justicia y la solidaridad son dos valores complementarios. Justicia significa, básicamente, igualdad y libertad, pero también ser justo es ser tolerante, ya que se reconoce la dignidad fundamental de cualquier vida humana. La justicia es la condición necesaria, aunque no suficiente, para la felicidad colectiva, pero si es el requisito colectivo necesario para que cada individuo pueda ocuparse en buscar su felicidad particular. Ni la felicidad ni los métodos para lograrla son reductibles a unas reglas universales. Cada cual es feliz, o intenta serlo, a su manera. Ahora bien, no puede ser feliz, aunque se lo proponga, el esclavo, el desposeído de todo, el marginado, aquel a quien ni siquiera le es dado el don de la autoestima. Querer un mundo más justo es, en definitiva, querer un mundo en el que a nadie se le niegue los bienes básicos.
Una sociedad bien ordenada ha de regirse por tres grandes principios de justicia: 1) libertad igual para todos; 2) igualdad de oportunidades, y 3) el llamado «principio de la diferencia», según el cual la distribución de los bienes básicos, por parte del Estado, debe hacerse de forma que se favorezca a quienes más lo necesitan y viven peor. Los tres principios son, en realidad, complementarios. Pues si el primero en importancia es la libertad -libertad de pensamiento, de expresión, de asociación-, esa libertad precisa, para ser verdadera, de «libertad igual para todos», la ayuda del segundo principio: la igualdad de oportunidades.
Debe existir igualdad de oportunidades en todos los ambientes colectivos (educativos, profesionales, deportivos etc.) donde el ser humano se desarrolle y se sienta útil a la sociedad.
Ese segundo principio, la igualdad de oportunidades, a su vez exige una puesta en práctica que no es sino el «principio de la diferencia»: distribución desigual para dar más a quien menos tiene. En las sociedades el Estado tiene derecho a intervenir en la redistribución de los bienes básicos: tiene derecho, concretamente, a imponer una política tributaria que permita que todos tengan acceso a la educación, a la sanidad, a subsidios de desempleo, a pensiones. Es decir, el Estado ha de reconocer que todos merecen los bienes básicos, que no son sólo bienes materiales -económicos-, sino éticos -como la educación, la cultura o las bases de la autoestima-.
Los individuos son impotentes para resolver las injusticias. Las instituciones de la sociedad democrática, la Constitución y el poder legislativo que emana de la sociedad son las fuentes responsables de que se haga o no justicia. La justicia ha de traducirse en políticas concretas, y es función de los poderes públicos hacerla realidad, transformando las sociedades injustas en sociedades más justas. Esto no significa que los individuos deban desentenderse de los deberes de la justicia. Una sociedad no podrá ser justa si sus individuos carecen del sentido de la justicia. El sentido de la justicia, a su vez, hace a los individuos más solidarios. La solidaridad complementa a la justicia.
La libertad, la igualdad y la fraternidad fueron los ideales de la Revolución Francesa, aunque no se llevaron del todo a la práctica. En la imagen, Luis XVI en la guillotina como consecuencia de esta Revolución.
La solidaridad consiste en un sentimiento de comunidad, de afecto hacia el necesitado, de obligaciones compartidas, de necesidades comunes. Todo lo cual lleva a la participación activa en el reconocimiento y ayuda al otro. Es sabido que la solidaridad o la fraternidad fue el tercero de los ideales que universalizó la Revolución Francesa. Es el sentimiento de solidaridad el que ha de llevarnos, por una parte, a denunciar las injusticias y, por otra, a compensar las insuficiencias de la justicia. La solidaridad está más cerca de las actitudes, que son particulares, y la justicia, más próxima a la ley, que es general. La solidaridad ha de ser vista como una ayuda, un apoyo, la colaboración de todos en el camino hacia la justicia.
La solidaridad complementa a la justicia de dos maneras. En primer lugar, sin sentimientos solidarios es difícil que la justicia progrese, que se luche contra las injusticias. Los desposeídos y marginados, aquellos que sufren más la falta de justicia, carecen de voz y no pueden hacerse oír más que a través de alguien que se compadece de ellos, que les escucha y, solidariamente, habla en su nombre. Esa buena disposición hacia el dolor y el sufrimiento ajenos es la expresión de la solidaridad. En segundo lugar, la justicia se materializa en las leyes, las cuales son, por definición, generales; no atiende a las diferencias individuales, sino a lo que iguala a las personas. La justicia se realiza institucionalmente con reformas legales y administrativas.
Las acciones que están en manos del ciudadano para aliviar el hambre o la marginación son muestras de solidaridad, pero no resuelven las situaciones de injusticia.
La administración de un gobierno lo clasifica todo: enfermedades, pensiones, minusvalías, desempleo, inmigración, etc. Sin embargo, cada individuo es único y no le satisface ser tratado como un «número». No está en el poder de la administración del gobierno de paso atender a todas las peculiaridades y diferencias, pero sí pueden hacerlo los individuos con su solidaridad. De esta forma, la solidaridad compensa las insuficiencias de la justicia.
Las personas que se sienten anormales necesitan algo más que una acción administrativa que atenúe su malestar. Necesitan el afecto y la cercanía del otro. No es justo que los ancianos se vean encerrados en residencias y tengan que morir en hospitales anónimos porque se les deja solos. No es posible atender a los drogadictos si sistemáticamente los ciudadanos se niegan -como suele ocurrir a tener centros de rehabilitación cercanos a sus casas. Solidaridad significa, otra vez, actitudes de corresponsabilidad frente a problemas que deben afectar a todos porque son de toda la sociedad.
No progresarán los ideales éticos si no cambian las actitudes personales, aunque se reformen las instituciones. Es preciso que también el carácter de las personas se forme y colabore en la creación de una sociedad más justa. La justicia, fríamente impuesta, no garantiza un tratamiento equitativo. La igualdad de oportunidades, por decreto, no evita el tratamiento desigual en los comportamientos. Se ha visto claro en la evolución hacia la igualdad de los sexos: tenemos una igualdad jurídica, pero hay grandes desigualdades aún en las relaciones cotidianas.
Hasta que no se establezca una auténtica solidaridad entre hombres y mujeres, la igualdad jurídica, o las medidas políticas, serán insuficientes para lograr la revolución de una vida cotidiana que sigue echando sobre las espaldas de la mujer «liberada» la carga de una doble jornada de trabajo.
La solidaridad ha sido un valor siempre más presente en los ambientes pobres y poco desarrollados. Allí donde los males no pueden ser vistos sino como naturales y no sociales, porque no se ve la forma humana de acabar con ellos, la solidaridad entre las personas es lo único capaz de atenuarlos, la solidaridad es necesaria incluso allí donde es más visible el horizonte de justicia. Porque la solidaridad es el espacio reservado a la participación individual en las tareas colectivas de signo democrático.
El Estado de bienestar nace del énfasis puesto en los derechos sociales: trabajo, educación, pensiones. Y son precisamente esos derechos los que exigen una transformación, no sólo de las políticas gubernamentales, sino de las mentalidades y actitudes individuales. Una transformación hacia la solidaridad que obliga, por ejemplo, a emprender tareas tan urgentes hoy como la redistribución del trabajo -público y privado-, de forma que el derecho de todos al trabajo no sea una mera ilusión. O que ayude a resolver las discriminaciones étnicas en sociedades que se creen civilizadas, formas de desigualdad que brotan de la insolidaridad entre la gente, del miedo y la desconfianza hacia el desconocido.
Solidaridad necesaria para aunar esfuerzos hacia una sensibilidad ecológica que detenga el deterioro del medio ambiente.
Todas estas políticas precisan del soporte solidario del ciudadano, tanto para darles impulso como para proseguir por el camino emprendido. Sólo a partir de la cooperación de todos será legítimo y justo fijar las necesidades fundamentales o los intereses básicos de la sociedad. El Estado de bienestar necesita, ante todo, el apoyo y el impulso de la política, pero también necesita que los ciudadanos compartan un mismo sentido de la justicia. Ese sentido del deber compartido, sin el cual no hay democracia ni hay justicia, tiene que ser posible. No se trata de renunciar a ser individuo para convertirse en ciudadano, sino de hacer compatibles ambas cosas: sin renunciar a su individualidad, a sus intereses privados, al derecho a su intimidad, el individuo está obligado a asumir los deberes del ciudadano.
Hoy la humanidad ha ganado el reconocimiento de unos derechos fundamentales que parten del derecho a la libertad, el derecho a esa individualidad única y distinta. Derechos que engendran los correspondientes deberes y tal vez el deber que más correspondería unir a esta humanidad en la defensa de los derechos fundamentales es el de la solidaridad. Solidaridad capaz de contrarrestar el carácter individualista que fomenta la sociedad de consumo y la economía de mercado.
El paso de las actitudes insolidarias a actitudes más solidarias no es fácil. Para conseguirlo hay que inculcar la necesidad de un mayor civismo: más respeto por las cosas, por las plantas, por los animales y, en especial, más respeto a las personas. Nos ha sido más fácil aprender a ser más limpios y más cuidadosos con las cosas públicas que a mostrar signos de respeto hacia las personas. Crear una cierta sensibilidad hacia la naturaleza y los animales ha sido más sencillo que sensibilizar hacia los semejantes que padecen algún mal.
El cine, la televisión, la prensa, muestran unas relaciones personales competitivas, agresivas, insolidarias. Es preciso encontrar recursos para que la solidaridad pueda ser vista como algo menos extraño en este mundo.
Como ocurre con las demás virtudes, la solidaridad sólo depende de la creación de hábitos: hábitos cívicos, rutinas que muestren la deferencia y el respeto que nos merece el otro, porque le cedemos el asiento, no lo atropellamos, procuramos no molestarle con nuestros gritos, le echamos una mano si se ve desvalido, le sonreímos, le saludamos. Hábitos, por otra parte, que si no son inculcados desde la infancia ya no aparecen nunca. De otro lado, los hábitos alimentan el afecto. La solidaridad es una expresión del sentimiento: no funciona como un deber frío e impuesto desde la autoridad.
Referencia:
Zamora, M. A. (2004). Educación en Valores. Enciclopedia Global Interactiva. Grupo Cultural S.A.
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