Formación para la paz
La evolución de la humanidad está llena de conflictos que sólo se han sabido resolver a través de la guerra. Se acepta que la fuerza es el recurso último y, de esta forma, se continúa dando ejemplo para perpetuar el mismo mecanismo de resolución de conflictos, la fuerza, y se está construyendo una sociedad violenta y en permanente amenaza, siempre en nombre de la razón y la verdad.
La lección de la paz es la menos aprendida, la prueba más clara de retrocesos éticos, de vuelta a atrocidades, torturas, crímenes que parece imposible evitar. No importa que las armas cambien, que las guerras sean más técnicas y transcurran sin muertes aparentes. La guerra es una constante y una amenaza insuperable. Cualquier cambio, reivindicación o causa, corren el peligro de ser defendidos, o ahogados, con la violencia y con la muerte. Pero, a pesar de esta realidad, la mayoría de las personas continúan pensando que la violencia y la imposición no es el mejor camino para resolver los problemas y que una sociedad en paz sería muy deseable para el bienestar individual y para el progreso de la humanidad.
Para conseguir una sociedad en paz, tenemos la inteligencia que nos permitiría comprender y reflexionar sobre la realidad que nos rodea desde una perspectiva global, además de comunicarnos, asociarnos y utilizar la libertad para construir una sociedad mejor. La guerra es un atentado radical contra la vida. Si se entiende que la vida es un valor básico, que el derecho a la vida es el primero de los derechos fundamentales, la violencia ha de entenderse como el ejemplo más contundente de manipulación de unos seres humanos por otros. Sean o no justas las causas que se defienden, el medio siempre es agresivo, la violación sistemática de los derechos de los agredidos.
La existencia de la guerra es el ejemplo más evidente de que no basta que los fines sean buenos. Pues si la defensa de un objetivo justo obliga a cometer demasiadas injusticias, hay que empezar a dudar de que el objetivo sea justo realmente.
No se puede conquistar la libertad matando y quitando de en medio a quien resulta un estorbo. Así es, sin embargo, como piensa el terrorista. Puesto que la guerra no ha dejado de ser una realidad «natural» para la existencia humana, el juicio ético se ha plegado a establecer límites y fronteras que distinguieran unas guerras de otras. Guerra justa o guerra injusta ha sido la distinción clásica y ortodoxa para conseguir la síntesis de los contrarios: aceptar la guerra dejando a salvo a la ética. El supuesto estado natural de guerra que predican algunos filósofos, al que el Estado debería poner fin, se mantiene no sólo a pesar del Estado, sino, por lo general, gracias a él. Son los poderes políticos y militares los que declaran las guerras.
La paz es un deber, porque la vida es un derecho de todos los humanos. Pero ocurre aquí lo que ocurre con todos los principios éticos: lo que entendemos y aceptamos en teoría, no se aplica en la práctica. Quien tiene poder, no quiere soltarlo; las sumisiones no son voluntarias, sino violentas y forzadas. Las guerras acaban justificándose por argumentos utilitaristas: intereses nacionales, razones de Estado, razones patrióticas, compromisos internacionales. Estos argumentos tienen poco en cuenta al individuo. En efecto, la guerra se hace siempre en defensa de instituciones, pueblos, naciones o ideas. Nunca en defensa de los individuos concretos.
La industria armamentística es ya una parte imprescindible de la organización política y económica de todas las naciones. No se entiende que se pueda vivir sin tener preparada una defensa armada. Puesto que la naturaleza humana -como opinan los filósofos- nos lleva irremisiblemente a pelear, no hay más remedio que prepararse para la guerra si queremos alcanzar una cierta dosis de paz.
El origen de la guerra y la violencia está en la naturaleza humana y en un poder político que es la expresión evidente de esa naturaleza ambiciosa y corrupta.
La preparación para la guerra es una parte esencial e inevitable de la política. De ahí que, desde una ética pura y de principios tan absolutos como el valor de la vida y de la dignidad de la persona, sea imposible legitimar la política que cuenta con la guerra. El fin de la guerra no podrá venir sino por la transformación de esos mismos poderes políticos cuando se convenzan de que la paz es un deber ser irrenunciable, y se actúe en su obtención. Pero no es lícito abandonar la cuestión y dejarla en manos de un poder que tiene sus leyes y sus fines ajenos a nosotros.
La ética es el modo de comprometer a todos en la realización de un mundo mejor, por la formación del carácter de cada individuo, la transformación de las actitudes y comportamientos, la crítica, la exigencia de reformas y de cambios. Y esa es la función del ciudadano que, como tal ciudadano, ha de hacer suya la responsabilidad de la agresión, la violencia y la guerra. Aunque los máximos responsables del terrorismo sean los propios terroristas, y sea responsabilidad del gobierno terminar con esa problemática social, todos somos responsables, aunque sea mínimamente, de que el fenómeno terrorista y el fenómeno bélico se mantengan en sociedades que se creen y se dicen «civilizadas». y la actitud que se adopte y se manifieste ante tales fenómenos es la prueba de tal responsabilidad.
La vergüenza que produce una guerra no es únicamente vergüenza por una política internacional incapaz de resolver pacíficamente los conflictos y de evitar tales crueldades, sino también la vergüenza de sociedades e individuos que reaccionan tarde y débilmente ante el sufrimiento de quienes viven en otros territorios.
El pacifismo ha sido uno de los movimientos sociales que ha hecho historia. Y quizá el movimiento que se ha extinguido menos como tal movimiento social. El antimilitarismo de los jóvenes, la objeción de conciencia o la desobediencia civil que se manifiesta como insumisión, son signos de que el pacifismo es un sentimiento no ajeno a los jóvenes. Aunque, al mismo tiempo, el fascismo armado encuentre un caldo de cultivo apropiado entre ellos.
Para formarnos en una cultura de paz, hay que situar la paz en el contexto en que queremos defenderla, precisar bien su significado. Pues si sólo entendemos por paz la ausencia de guerras y conflictos armados, gracias a los ejércitos, armamentos y mecanismos de defensa arbitrados por los diferentes Estados, poco podremos hacer por esa paz.
Mahatma Gandhi 1939. Gandhi asentó las bases del movimiento pacifista con la Independencia de la India. La lucha por medio de la no-violencia se formula en una de sus más famosas frases: «No busquéis el camino de la paz, pues la paz es el camino».
Pese a que acabó la guerra fría, el mundo actual es escenario de una serie de tensiones y desequilibrios profundísimos, que demandan casi naturalmente respuestas violentas porque son inaceptables. La desigualdad entre el norte y el sur, o la precariedad en que se encuentran los países excomunistas, son la causa de crecientes migraciones mal aceptadas por los países desarrollados. El mercado de trabajo ha creado una situación en la que sólo una franja de edad -la de los que no son ni jóvenes ni jubilados- es aceptada en los órganos de poder, lo que produce en los otros apatía y desafección por la participación ciudadana.
La cultura para la paz ha de intentar poner fin a la violencia estructural que se muestra de múltiples formas en diferentes sociedades, y que vuelve violentas a las personas, o las reafirma en su instinto violento. Esa violencia está, sin duda, en el terrorismo y en los conflictos armados, pero está también en las relaciones sociales, en el cine, en la televisión, en las actitudes sexistas, etnocéntricas, xenofobias, clasistas, en la interpretación de la historia que dan los libros de texto, los cómics y los videojuegos.
La economía de mercado, que genera expectativas de consumo incapaces de ser satisfechas por quienes se ven forzados a contemplar con pasividad e impotencia cómo se enriquecen unos pocos.
Pero ¿qué es la paz? Decir que la paz es la ausencia de guerras sería una manera de concebirla muy simplista y un tanto negativa, pues considerarla sólo como ausencia de guerras implica que partimos de una cultura de violencia. Así, podemos decir que la paz es una forma de interpretar las relaciones sociales y de resolver los conflictos que la misma diversidad que presentan las sociedades hace que afloren.
Cuando se habla de conflictos se hace referencia a todo tipo de conflictos, ya sean bélicos, de intereses o diferentes formas de ver y entender el mundo; al conflicto como un hecho natural de las relaciones sociales, por lo que la resolución de los mismos de manera violenta perpetuaría una sociedad violenta. Por tanto, la paz sería evidentemente la ausencia de guerra, pero también sería un estado activo de toda sociedad en la búsqueda de un mundo más justo.
Los mecanismos para resolver los conflictos serían los propios de la capacidad que tiene la inteligencia humana, es decir, la comunicación, el diálogo y la cooperación. Estas capacidades básicas deberían ser aplicadas en todos los ámbitos de la sociedad: en la familia, en la empresa, en la política y también a nivel local e internacional. El hecho de que se considere una utopía, de que no se haya alcanzado, no quiere decir que se deba aceptar una sociedad violenta.
La paz no es sólo la ausencia de guerra, sino la ausencia de violencia de cualquier tipo.
La paz también es un punto de referencia hacia el que hay que caminar y, además, responde a un modelo de convivencia y desarrollo sostenible en el futuro. En el seno de la violencia están las desigualdades y las discriminaciones. La paz empieza por el rechazo de la violencia como forma de solucionar conflictos. La paz debe interiorizarse culturalmente y esto supone erradicar la cultura de la guerra y la violencia como forma de resolver los problemas. El carácter complejo de la sociedad es irreversible y no se puede renunciar a esa complejidad que es creciente. Se debe potenciar la aceptación y comprensión de esa complejidad mediante el diálogo, el respeto y la cooperación.
La paz ha de asentarse en una base sólida y realista. Es fundamental generar una conciencia social y un cambio en los valores para que se puedan erradicar los factores que generan la violencia y así construir una cultura de la paz. El camino es un proceso mixto de creación de conciencia individual y social, junto con los cambios necesarios en las estructuras sociales, políticas, económicas y culturales. Se debe enseñar y aprender a resolver los conflictos. Porque el conflicto aparece en todos los niveles de la sociedad y en todos los ámbitos. Tradicionalmente, se resuelven mediante la ley del más fuerte. Hay mecanismos para resolver los conflictos de forma diferente y que forman parte de la cultura de la paz:
- Desarrollo de una justicia nacional e internacional.
- Eliminación de factores socioeconómicos que generen conflictos.
- Control y autocontrol de la agresividad.
- Previsión de los conflictos.
- Educación en las aulas.
- Diálogo, negociación o mediación sin que tenga que haber vencedores y vencidos.
El 14 de junio de 1993, la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos de Viena reconoció, en su Declaración final, la importancia de la educación en la promoción de la paz, en la tolerancia y en la comprensión entre los pueblos, e instó a los gobiernos y a las organizaciones no gubernamentales a desarrollar planes concretos en estos campos.
Referencia:
Zamora, M. A. (2004). Educación en Valores. Enciclopedia Global Interactiva. Grupo Cultural S.A.
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