La tolerancia
La diferencia es buena cuando es la propia, pero deja de serlo cuando es la de otro. Más aún cuando ese otro, en lugar de permanecer lejos, se atreve a invadir lo nuestro. Tolerancia e intolerancia no son sino las dos caras de una misma moneda: la moneda del odio, del desprecio, del desagrado que pueden producir los otros. En uno de los casos, se reacciona sin esconder los sentimientos de aversión, y aparece la intolerancia y el rechazo. En el otro caso, se reprime el rechazo y se "tolera" lo que es incomodo. La tolerancia es una expresión de la moral mínima exigible a un ser humano.
La obsesión por la unidad ha sido constante en la historia del pensamiento occidental. La ambición humana aspira a unificarlo todo bajo una sola ley. Pero la pluralidad y la variedad son buenas porque dispersan el poder. El poder queda repartido mientras no haya una lengua, una cultura, un imperio con la fuerza suficiente para imponerse sobre el resto, absorberlo y anularlo. La manía de la unidad ha impedido aceptar de buen grado lo diverso. Pese a que se vive en tiempos de exaltación de las diferencias, éstas, en la práctica, se toleran mal.
La dificultad de aceptar al otro como es, se da a todos los niveles, desde el más cotidiano al del entendimiento entre culturas o ideologías distintas.
La historia occidental no ha cesado de dar ejemplos de rechazo a gitanos, judíos, musulmanes, negros, homosexuales, leprosos, sidosos y muchos más. Los defectos del vecino, esté fuera o dentro de casa, resultan insoportables. El mundo se vuelve pequeño y estrecho cuando alguien solicita que se le haga un sitio para sentarse al lado. Somos y no somos sociables, necesitamos a los demás y los detestamos por mil razones distintas y a menudo vergonzantes. Pocas veces puede decirse que lo que provoca intolerancia es razonable, y la gravedad se da cuando la intolerancia trasciende el nivel individual y entra en la vida colectiva.
Los motivos o las razones de la intolerancia son variados, pero podemos clasificarlos en tres grandes grupos: 1) diferencias de creencias y opiniones; 2) diferencias económicas, y 3) diferencias físicas. Al primer grupo pertenecen todas las diferencias ideológicas y, en especial, las de carácter religioso. La variedad de religiones ha sido causa de las manifestaciones de intolerancia más violentas, duras e inadmisibles. Lo contradictorio es que una religión que pide amor no debiera ser causa constante de guerra entre los pueblos. Además, la religión descansa en la fe y ésta es privada.
En el fondo de la intolerancia religiosa yace la convicción injustificable de que se está en posesión de la verdad y que sólo las propias creencias son válidas. Los filósofos de los siglos XVII y XVIII lanzaron las ideas contrarias a tal convicción: la idea de que las distintas religiones se basan no en verdades, sino en simples «creencias», que todas las creencias son igualmente legitimables, que en religión no hay verdades absolutas o que la verdad no la tiene nadie en exclusiva.
La Inquisición de la iglesia católica fue la institución más representativa de la intolerancia religiosa occidental.
Al segundo grupo pertenecen todas las diferencias de carácter social y cultural que aún provocan rechazo, las llamadas diferencias étnicas. Las discriminaciones por estas diferencias derivan también de la convicción de que «yo valgo más que él porque venimos de territorios y culturas diferentes». Esa jerarquía geográfica o cultural sólo puede tener raíces ideológicas o religiosas.
Nadie se atreve a justificar teóricamente una discriminación por razón de sexo, etnia o incluso religión. Las diferencias son rechazadas con argumentos menos anacrónicos y más utilitarios: demostrando que la presencia del otro afecta desfavorablemente a las formas de vida o a las costumbres al uso en aspectos importantes e intocables. En los países desarrollados al inmigrante o al gitano no se les tolera, no porque pertenezcan a otra cultura, sino porque su presencia significa pobreza, marginación, inseguridad, desorden, o incluso es muestra de una injusticia que hay que tomarse la molestia de encubrir o resolver.
Al gitano o al árabe rico no se le margina. Se margina al desposeído porque su presencia incomoda y no agrada.
Para perpetuar ciertas desigualdades vergonzosas, se echa a mano de justificaciones indirectas: no se está discriminando al extranjero, sino al que sólo puede traer más miseria, al que contribuye al aumento de la delincuencia, al que pone trabas al proceso de normalización lingüística. Así, no se rechaza al otro, simplemente se pretende preservar puro y limpio lo que ya está.
El tercer grupo, el de las diferencias físicas o fisiológicas, puede también atribuible a las diferencias religiosas o ideológicas. Los homosexuales, los hijos naturales o las madres solteras han sido rechazados durante siglos al amparo de doctrinas religiosas. La intolerancia hacia el homosexual sigue apoyándose en un prejuicio carente de base empírica: la idea de la homosexualidad trastorna lo aceptado y establecido como normal y moralmente bueno.
La intolerancia es conservadora y reaccionaria. Hunde sus raíces en un confort que cuesta abandonar. Por ello, se tolera poco a los minusválidos, a los enfermos de SIDA, a los retrasados mentales, etc. No son abiertamente aceptados porque la aceptación exige esfuerzo, no es cómoda ni fácil. La sociedad, decide qué debe ser normal y excluye a quien no encaja en la norma. Los prejuicios religiosos o ideológicos, el bienestar económico y la norma establecida son, pues, las tres razones que hoy dan pábulo a la intolerancia.
El objeto de la intolerancia se tipifica y adquiere una realidad bien diferenciada: el desprecio a los negros, a los musulmanes, o a cualquier comunidad minoritaria dentro de una sociedad.
En cuanto a esa normalidad que excluye a lo que no cabe en ella, deriva, principalmente, la potestad que tienen los que mandan para dar nombres a las cosas. Los poderosos y los ricos deciden la norma. Salvar la economía, no poner en peligro la democracia, mantener el orden y la seguridad ciudadana, evitar que se mancille la propia cultura son siempre “razones” para cerrarle el paso al que viene de fuera.
El análisis de sus razones últimas es la primera medida, y la más prudente, para combatir la intolerancia. No es lo mismo tratar de eliminar un prejuicio religioso que impide aceptar al homosexual, que lidiar con la invasión de desposeídos que solicitan en el extranjero lo que su país no está en condición de brindarles. Son problemas distintos que exigen respuestas e intentos de solución distintas. El reparto del bienestar económico precisa de políticas tanto internacionales como nacionales, y de actitudes sociales que no vuelvan la espalda a quien pide ayuda.
En cualquier caso, la intolerancia nunca es consecuencia de la simple constatación de que el otro es diferente. La diferencia es rechazada cuando se ve como inferior. Cuando se contempla al otro desde una situación de privilegio, se le condena por el simple hecho de que esté ahí, porque está ofendiendo con su presencia, porque invade la casa y exige ser reconocido como igual. Quien hace ese juicio incurre en la más burda falacia lógica: “Eres distinto a mí, luego eres inferior a mí”.
La economía es un factor importante que incide negativamente en la lucha contra la marginación. Debemos aceptar al otro teniendo en cuenta su calidad humana, no su poder económico.
Así han recibido justificación todas las discriminaciones históricas: la de los esclavos, la de la mujer, la de los viejos, la de los disminuidos, la de los enfermos y la de cualquier otro colectivo que haya sido visto y clasificado desde la posición del que tiene más y vive mejor, del que no pone en duda el derecho a tener y mantener lo que tiene.
Paradójicamente, los fenómenos de intolerancia se están dando en un mundo que viene proclamando desde hace siglos el derecho universal a la igualdad de todos los humanos y a la no discriminación entre ellos por ninguna de las razones históricas que han sido utilizadas para discriminar. Un mundo que tiende más y más a la homogeneización de las culturas, y un mundo que, para más contraste e incoherencia, hace periódicas apologías de las diferencias culturales. Pero es que igualdad y diferencia pueden convivir sin contradecirse. Los miembros de una misma familia no son idénticos, aunque tienen rasgos parecidos y comparten una misma historia.
La práctica de la tolerancia no es sino el respeto a la libertad de cada cual a ser como quiera ser, pero respeto unido a la exigencia de que no se pierdan los principios que suponemos han de valer universalmente. Dicho de otra forma, la tolerancia no ha de confundirse con la indiferencia, que acabaría siendo la negación sin más de la ética misma. Si decimos que hay que tolerar cualquier opinión o forma de vida podemos caer en el relativismo a ultranza y en indiferencia ideológica. Es más, el ejercicio de la tolerancia puede acabar por erosionar la coherencia de cada uno consigo mismo.
Tolerar al otro es saber respetar su dignidad, reconocerlo como un igual.
Sin duda hay que distinguir entre una tolerancia positiva y la tolerancia negativa, aquella que lleva a instalarse en la ausencia de principios, ideas y opiniones por comodidad. Ser tolerante no debe implicar la abdicación de lo que uno cree o piensa. No todo debe ser tolerado, pero ¿En qué criterios nos basamos para diferenciar lo que debe ser y no debe ser tolerado? Si las creencias y opiniones son todas respetables, cualquier criterio puede ser una mera opinión entre otras igualmente legítimas. Los límites de la tolerancia deben estar, ante todo, en los derechos humanos.
¿Qué es la intolerancia? Algunos ejemplos: es intolerante el terrorista, el criminal, el dictador, el fanático que no repara en medios para conseguir lo que se propone, el que no respeta la vida del otro. El intolerante convierte al otro en un simple medio para sus fines: no le reconoce la capacidad de tener una vida y unas ideas propias. Las ideas, mientras sólo sean ideas, son tolerables, en cualquier caso. No lo son, en cambio, cuando quieren imponerse a quien no las comparte, mediante la violencia y la fuerza. Pues, en tal caso, violan el derecho fundamental a la libertad de creencias y de expresión.
No sólo la agresión a la libertad de expresión es intolerable. Lo es, asimismo, todo aquello que viole los derechos humanos básicos. No se debería tolerar que haya hambre en el mundo, que mueran miles de niños por enfermedades evitables, que sólo mediante guerras sepan dirimirse los conflictos. El objeto de la tolerancia son las diferencias inofensivas, no las que ofenden la dignidad humana. Por otra parte, se puede decir que los derechos humanos no pasan de ser puras abstracciones justificadoras de cualquier práctica. No por ello carecen de validez por sí mismos. Por abstractos que sean, funcionan como ideas reguladoras y punto de referencia de la crítica. Si se es capaz de denunciar el uso indebido de ciertos principios es porque se sabe que es indebido. Se da por supuesto, que hay un uso correcto.
A pesar de la homogeneidad de las culturas y de la universalidad de unos derechos fundamentales, sigue habiendo muchas ideas que suscitan opiniones contrastadas y sigue habiendo costumbres distintas, admitidas por unas culturas y rechazadas por otras.
No todas las muestras de intolerancia o de violación de derechos básicos son igualmente claras. Palabras como “dictador” o “terrorista” se aplican a realidades distintas, no siempre con la misma justeza. Existen ciertas prácticas más o menos corrientes y, en cualquier caso, aceptadas en culturas no occidentales que, desde nuestro punto de vista, oprimen y esclavizan seriamente, por ejemplo, a la mujer. Pues bien, el rechazo de las mismas no sólo es contestado desde dentro, sino que tampoco fuera hay unanimidad en cuanto a la legitimidad de atacarlas o condenarlas.
La respuesta vuelve a ser la misma: los derechos universales son el límite, y cuando la interpretación de los mismos admite discrepancias, la única vía de solución es el diálogo. No basta poner límites a la tolerancia; hay que saber ponerlos de forma que no se contradigan los mismos principios que se están defendiendo. Si se pretende combatir la intolerancia de los otros con la fuerza, no se saldrá de la contradicción que se pretende evitar.
La democracia es el subsuelo que se debe abonar para llegar a cosechar tolerancia en las sociedades modernas, y un subsuelo que hay que plantar.
Hay graves problemas económicos que producen desigualdades mundiales que deberían ser intolerables. Todo ello es fuente de discrepancias y de malestar. No es lícito cerrar los ojos ante las causas del conflicto y tratar de ignorarlo. Tampoco lo es querer atajarlo del modo más eficaz, aunque sea a costa de los propios principios éticos. Aprender la lección de una tolerancia positiva es condición necesaria de la democracia.
Referencia:
Zamora, M. A. (2004). Educación en Valores. Enciclopedia Global Interactiva. Grupo Cultural S.A.
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