El dominio del fuego
El primer usuario del fuego que se ha podido conocer es un Homo Erectus, que vivió hace unos 400.000 años; 1,60 metros de altura, sesenta kilos de peso, cuerpo erguido sobre dos patas y una figura ya muy parecida a la del hombre actual. Pero, ¿cómo llegó a conquistarlo y someterlo a las necesidades propias del contexto histórico? Se sabe de las versiones clásicas: una erupción volcánica o un rayo provocan que un árbol se incendie; alguno de estos individuos experimenta una curiosidad superior al miedo, uno especialmente valiente se atreve a coger una rama prendida para examinarla mejor. Bella teoría, sin duda, pero quizás un poco ilusoria.
Los científicos reconocen que el progreso no se debe precisamente al azar sino a la necesidad. El hombre osaba dar un paso adelante si no le quedaba otro remedio, si se encontraba en una situación límite de supervivencia: la muerte por el frío o el ataque animal. Por su parte, los arqueólogos no saben explicar cómo se logró conservar el fuego en un principio: ¿estacas encendidas que se renovaban periódicamente?, ¿acarreo de piedras calientes hasta el campamento? En algún momento la llama se debió convertir en un objeto valiosísimo.
La hoguera llevó a la sociabilidad y al lenguaje
Encender y conservar el fuego debió ser una tarea difícil para los antepasados del hombre. Aquel que dominase este arte seguramente pertenecía al grupo dominante de la comunidad. El manejo de las llamas requería inteligencia y lo que hoy se llama tacto.
A partir de esta conquista, el paso que se dio en la evolución fue gigantesco. Habrá un hombre anterior al fuego y un hombre posterior al fuego. Aquello que lucía como el Sol permitió iluminar la noche. Si todos los seres estaban, hasta entonces, supeditados al ritmo natural del día y la noche, el hombre consiguió liberarse de este reloj biológico y pudo planificar sus actividades con nueva libertad. Aun así, las diferencias entre el día y la noche persistieron: el día había que dedicarlo a la provisión de alimentos, en lucha con el entorno; la noche limitaba el radio de acción a la luz de las hogueras.
El hogar invitaba a la reunión, a la vida social y a forjar el espíritu de grupo. El examen de aquellos cráneos demuestra que poseían las circunvoluciones del cerebro, donde después se ha localizado el centro del lenguaje. Esta será, seguramente, la gran conquista siguiente, nacida al calor de la lumbre. La cita en torno al fuego llevó a intercambio de experiencias, al diálogo; también a los mitos y a la religión.
El fuego expulsa a los animales inquilinos de las cavernas y proporciona suficiente calor y confort para convertirlas en habitáculos humanos. Llegaron, poco a poco, otros usos y ventajas: la confección de herramientas, el incendio de matorrales para empujar a los animales hacia las trampas, la preparación de alimentos, entre muchos otros.
El fuego cambia el comportamiento humano
El cambio psicológico que acarrea el cocinado impulsa notablemente la humanización de nuestra especie. El factor tiempo adquiere una nueva dimensión: había que aprender a tener paciencia, hasta que la comida estuviera preparada. Este hecho de aprender a esperar es un rasgo psicológico que va a diferenciar radicalmente al hombre de los animales. Antes de aprender a esperar, seguramente habíamos sido seres sumamente impacientes y, por ello, mucho menos sociables.
Para algunos investigadores cocinar hizo al hombre. Con el cocinado conseguía la primera reacción química, a nivel molecular, producida artificialmente. El fuego y la comida ayudan a la sociabilidad, al intercambio de ideas y a la formación del grupo y de la tribu. La premisa del lenguaje es el trabajo en grupo, remunerador de comida. Pero, de tomar prestado el fuego de la naturaleza a provocarlo con sus propias manos, aún distaba un paso.
Hay indicios de que la producción del fuego no pudo ocurrir en fechas muy anteriores a 15.000 años. De esta época data el que se podría llamar el primer encendedor de la historia. Se trata de una bola de pirita con raspaduras que demuestran claramente que alguien intentó encender fuego con ella.
Sólo hay dos formas para provocar el fuego con elementos naturales; y ambas las ha venido utilizando el hombre desde que las descubrió hasta el siglo XIX, en que se inventaron las cerillas. La primera posibilidad de hacer fuego consiste en friccionar dos trozos de madera, uno blando y otro duro, hasta conseguir calor suficiente para encender un material de fácil combustión, como hojas secas, plumas de pájaro, corteza de árbol triturada o las propias partículas de madera que se desprenden durante la fricción.
El hombre de finales de la Edad de Piedra había llegado a dominar una compleja técnica para producir el fuego. Recolectaba hongos de los árboles y los reelaboraba hasta obtener las llamadas yescas, un material preparado de tal forma que cualquier chispa lo hacía arder. Para empezar, los hongos eran desinfectados, introduciéndolos en sosa de cenizas. A continuación, se ablandaban con un mazo de madera, se cortaban en pedazos, se golpeaban de nuevo y se dejaban secar hasta que desprendían polvo. El producto resultante, la cascarilla, se ponía al rojo con las chispas producidas al frotarla con piedra o con algún mineral metálico. Cuando ha alcanzado ese estado candente, ya se puede utilizar para encender el fuego.
La otra posibilidad es generar chispas con una piedra adecuada para poder encender el material combustible.
El fuego cambia la expresión del rostro
Las puntas de lanza de madera adquirían a la llama mayor dureza. Más tarde, la llama servirá para forjar las armas de metal. Pero, sin sospecharlo, el aprendizaje de la alimentación cocinada iba a hacer mucho más humanos a nuestros antepasados, hasta el punto de transformar su rostro y su psicología. Los alimentos cocinados obraron una profunda metamorfosis en la especie homo. Más fáciles de masticar, estos alimentos no requieren mandíbulas tan desarrolladas, músculos faciales tan potentes ni dientes tan poderosos.
El hombre conquista su propio rostro, cada vez más diferenciado del de sus antecesores, que eran más parecidos a los primates. Las mandíbulas del Homo Erectus, por poner un ejemplo, son claramente más estrechas que las de sus antecesores homínidos que no conocían el fuego.
El culto al fuego
La manipulación del fuego fue una conquista del hombre a la naturaleza. Su culto es uno de los más extendidos, y las leyendas de todas las culturas están colmadas de héroes, como Prometeo o Tialver, que tuvieron la osadía de robárselo a los dioses.
Para unos pueblos, el fuego ha sido la divinidad en la que se asienta el espíritu; para otros, el portador de virtudes mágicas capaces de sorprendentes transformaciones de la materia. Purifica, exorciza los malos espíritus; es portador de cualidades adivinatorias. Es visible e intangible. Por todo ello, el hombre lo ha remontado hasta los altares de muchas culturas, en los que se mantenía encendido un fuego sagrado. Esa era también una forma de conservarlo como patrimonio de la comunidad.
El invento del hombre: las cerillas
El año 1827 marcó la aparición de las cerillas de fricción. Un británico llamado John Walker fabricó las primeras con un sentido totalmente filantrópico. El invento era más que digno de una patente, pero Walker rechazó esta posibilidad. Tenía suficiente dinero para vivir y no quiso enriquecerse a costa de algo que podía ser tan útil para la humanidad.
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