Neoclasicismo
Arte para la «Era de la Razón»
A mediados del siglo XVIII comenzaron las excavaciones en las ciudades romanas sepultadas de Pompeya y Herculano, y los extraordinarios hallazgos artísticos dispararon la imaginación de los árbitros del gusto y de la moda en Europa. Nunca antes se había estudiado con tanto interés y precisión el arte y la arquitectura del mundo antiguo, ni habían sido tan accesibles las ruinas de Grecia y Roma, porque, por primera vez en siglos, viajar era seguro. Para los ricos, el «Grand Tour» llegó a ser casi obligatorio. Al nuevo estilo que llevaron de vuelta a sus países -Francia, Inglaterra y Alemania- se le llamó neoclasicismo.
Bajo la influencia del neoclasicismo se construyeron mansiones y edificios que se parecían cada vez más a templos. Los interiores estaban repletos de elementos clásicos como columnas, pilastras, frontones, urnas, frisos con bajorrelieves que representaban a juerguistas ataviados con togas y pinturas contemporáneas que plasmaban escenas de las mitologías griega y romana. La arquitectura era bien proporcionada y simétrica, basada en reglas geométricas bien definidas. La moda del estilo neoclásico se extendió con rapidez por todo Occidente, incluyendo los recién emancipados Estados Unidos. Fue el primer estilo verdaderamente internacional.
Pero el neoclasicismo no fue sólo un estilo arquitectónico, fue una manera de pensar. Era una manifestación de armonía, de gusto educado, de disciplina, de moralidad y de la fría razón de la Ilustración. También era una expresión del orden jerárquico de la sociedad. Con sus ecos de la grandeza de la antigua Roma, resultaba muy del agrado de las clases dominantes, que se veían a sí mismas como sucesores de los patricios, senadores y emperadores.
A partir de 1750, y más o menos durante un siglo, el neoclasicismo fue el estilo dominante, y ha seguido ejerciendo influencia hasta hoy día. Aunque muchos lo consideran como lo contrario del romanticismo, fue en realidad su compañero de cama, y muchos mecenas no tuvieron problemas en adoptar ambos estilos a la vez.
Bath
La ciudad de Bath, en el suroeste de Inglaterra, fue un balneario en tiempos romanos. Durante el período georgiano (1714-1830) se convirtió en lugar de veraneo habitual de las familias pudientes y llegó a ser la segunda capital social de Inglaterra. La temporada de verano era una constante sucesión de bailes, recepciones y reuniones para tomar el té, cenar y jugar a las cartas, todo sazonado con chismorreos y amoríos. La vida social estaba cuidadosamente orquestada por el Maestro de Ceremonias de los Salones de Reunión, cargo en el que se destacó Richard «Beau» Nash (1674-1762), uno de los primeros guardianes de la respetabilidad y la elegancia de Bath.
Para alojar a sus visitantes, Bath se remodeló entre 1727 y 1790, en un estilo elegante e ingenioso, cuyos principales responsables fueron el equipo de arquitectos y constructores formado por John Wood el Viejo (1705-1754) y su hijo John Wood el Joven (1728-1782), que adaptaron el estilo neoclásico a un entorno urbano, construyendo hileras de casas con formas curvas, a juego con los contornos del paisaje. En lugar de diseñar las fachadas de las casas una a una, cada bloque se trataba como un diseño integrado.
Winckelmann
A mediados del siglo XVIII, Roma se había convertido en una importante encrucijada cultural, un punto de encuentro para muchos de los grandes artistas e intelectuales europeos. Uno de los principales personajes de Roma era el escritor y arqueólogo alemán Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), que fue bibliotecario del cardenal Albani (gran coleccionista de arte) y, a partir de 1763, superintendente de antigüedades del papa.
Winckelmann aportó una nueva profundidad al estudio del arte clásico. Defendió sobre todo a los escultores griegos a los que consideraba insuperables como intérpretes de la naturaleza, e insistía en las cualidades espirituales del arte griego: su «noble sencillez y tranquila grandeza» y su exquisito sentido de la proporción. Winckelmann creía que el mundo moderno podía alcanzar la grandeza de la civilización griega a base de imitarla, y sus ideas y escritos, en especial “Historia del arte antiguo”, 1764, contribuyeron a difundir la ética del neoclasicismo.
El Grand Tour
«Un hombre que no haya estado en Italia es siempre consciente de una inferioridad», declaró el autor y crítico inglés Samuel Johnson (1709-1784). En el siglo XVIII se concedía tanto valor a los estudios clásicos que viajar a Italia se consideraba una parte indispensable de la educación de todo caballero británico.
Hacia 1780, unos 40.000 jóvenes británicos emprendían cada año el llamado «Grand Tour», un viaje que podía durar hasta cinco años. Viajando en diligencias y coches de caballos, barcos fluviales y literas -y generalmente acompañados por un tutor que les enseñaba historia, geografía, matemáticas e idiomas-, los «turistas» atravesaban Francia y llegaban a Italia, donde se detenían a estudiar las grandes obras del Renacimiento y el pasado clásico. Venecia, Florencia, Roma y Pompeya eran paradas obligatorias.
Los caballeros estudiaban arte, costumbres extranjeras y métodos de gobierno; dibujaban bocetos, escribían diarios y compraban cuadros y antigüedades -muchas de ellas de dudosa autenticidad- como trofeos con los que decorar sus grandiosas mansiones inglesas. Muchas de las pinturas se pueden admirar ahora en las grandes colecciones nacionales de arte.
El Grand Tour contribuyó considerablemente a consolidar la moda del neoclasicismo, y también a la apreciación general de las bellas artes. Pero no todos los participantes acababan el Grand Tour más civilizados que cuando lo empezaron. Muchos turistas preferían pasar el tiempo en garitos de juego, tabernas y prostíbulos, gastando hasta 4.000 libras al año, cuando el salario anual de un trabajador era de 30 libras. Para algunas familias, el Grand Tour no era más que una manera aceptable de permitir que sus díscolos retoños liberaran energía a una distancia segura del hogar.
La moda griega
El neoclasicismo dio un nuevo giro a finales del siglo XVIII, cuando el resurgimiento del estilo griego influyó de manera decisiva en el diseño. La idea consistía en recrear el ambiente estético de la antigua Grecia adoptando estilos más puros y menos ornamentados. Esto influyó también en la vestimenta femenina.
En toda Europa se impuso un atuendo de día para las jóvenes acomodadas, consistente en un sencillo vestido blanco, que se pensaba evocaba la manera de vestir de la antigua Atenas. Se ceñía justo por debajo de los pechos, y desde ahí el vestido caía directamente hasta los pies sin ninguna elaboración ni forma. Estos vestidos, confeccionados en seda, muselina, encaje y gasa, con mangas cortas y escote muy bajo, eran prendas muy ligeras y delicadas, que se complementaban con zapatos sencillos, semejantes a zapatillas, y a veces con un bonete de encaje sobre los cabellos recogidos y rizados. Las joyas -si se llevaban- eran igualmente delicadas. Aunque eran vaporosos casi hasta la transparencia, se pensaba que la sencillez sin ornamentos de estos vestidos evocaba las virtudes morales de los griegos. El estilo favorecía a las mujeres delgadas.
Pintura histórica
Durante los siglos XVII y XVIII se fundaron numerosas academias de arte en las ciudades europeas: la Académie Royale francesa se fundó en 1648; la Royal Academy de Londres, en 1768. Todas ellas seguían el modelo de las academias de arte fundadas en Florencia y Roma a finales del Renacimiento para fomentar el estudio de las «bellas artes» y formar a los artistas en dibujo, anatomía, geometría e historia.
Los alumnos estudiaban las reglas de la composición y dibujaban estatuas de escayola y modelos del natural. La pintura histórica moralizante estaba considerada como la forma más elevada de expresión artística para un pintor, y por eso se les animaba a pintar escenas de la historia clásica y de la mitología. La pintura de paisajes y retratos se consideraba menos meritoria.
Hubo que esperar hasta finales del siglo XVIII para que el arte neoclásico mostrara todo su potencial en las obras de su más grande exponente, el pintor francés Jacques Louis David (1748-1825). Al mismo tiempo, el escultor Italiano Antonio Canova (1757-1822) se propuso igualar las grandes obras de los escultores griegos y romanos, esculpiendo temas clásicos en mármol y logrando un considerable éxito artístico y económico.
La sinfonía
Para las personas del siglo XIX que estudiaban la música de la segunda mitad del siglo anterior, lo más llamativo era la aparición de la orquesta en un prototipo de su forma moderna, y la consagración de la música como forma artística por derecho propio. La música de aquella época se denominó «clásica», no porque tuviera relación alguna con las antiguas Grecia y Roma, sino para distinguirla de la música posterior o «romántica». La expresión «música clásica» ha perdurado, pero ahora se utiliza en un sentido más amplio. (Para aumentar la confusión, se llama «música neoclásica» a la música de principios del siglo XX inspirada en los compositores del XVIII).
La música de finales del siglo XVIII, interpretada en los grandiosos palacios neoclásicos de Europa, no reflejaba la fría sobriedad simétrica de estos locales. Por el contrario, en esta época la música europea evolucionó rápidamente hacia formas cargadas de poder emotivo, individualidad, inventiva y complejidad técnica. Un adelanto decisivo fue el crecimiento en prestigio de la sinfonía en cuatro movimientos, y el mérito fue de dos compositores austriacos, Joseph Haydn (1732-1809) y Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791). Haydn compuso 104 sinfonías, que muestran una enorme variedad e imaginación.
Durante mucho tiempo, la reputación de Haydn como compositor de sinfonías estuvo eclipsada por la de Mozart, más joven y exuberante. Lo cierto es que ambos sentían gran admiración el uno por el otro. Mozart compuso en total 41 sinfonías, entre las que sobresalen las tres últimas (39, 40 y 48), escritas todas en 1788, en menos de seis semanas.
Estilo imperio
En la Francia prerrevolucionaria de Luis XV y Luis XVI, la aristocracia adoptó el neoclasicismo con entusiasmo. Pudo haber muerto con ella, pero resultó que, así como el antiguo régimen se identificaba con la clase patricia de la antigua Roma, los revolucionarios que lo derrocaron se identificaban con los romanos de la era republicana. Durante el Directorio (1793-1799), una nueva forma de neoclasicismo se convirtió en el estilo dominante. Durante el imperio de Napoleón -a quien le gustaba compararse con el emperador Augusto-, este estilo se transformó en el distintivo y más lujoso «estilo Imperio», que se manifestó sobre todo en muebles y accesorios.
El estilo Imperio poseía toda la elegancia y serenidad del neoclasicismo prerrevolucionario, pero animadas por una chispeante audacia, reflejo de un nuevo orden mundial. Los colores dominantes eran el negro (o castaño oscuro) y el dorado; las decoraciones y monturas eran de ébano, caoba, bronce ennegrecido o piedra negra con incrustaciones de “ormolu” (bronce dorado). Las patas de los muebles imitaban elaboradas extremidades de animales.
Entre los motivos decorativos más típicos figuraban cabezas de león, antorchas llameantes, palmas, liras, la letra N -por Napoleón- y, a partir de 1798, cuando los franceses invadieron Egipto, esfinges, palmeras, hojas de papiro y lotos estilizados. Los principales difusores de este estilo fueron los diseñadores favoritos de Napoleón, Charles Percier (1764-1838) y Pierre-Leonard Fontaine (1762-1853).
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