Romanticismo
“Emoción e imaginación”
A finales del siglo XVIII, muchas personas -inspiradas por escritores como Jean Jacques Rousseau (1712-1778) y Edmund Burke (1729-1797)- empezaron a pensar que para ser verdaderamente moderno era preciso quebrantar las normas que constreñían a la sociedad y dar libre expresión a las emociones y la imaginación, ya que, para ellos, la disciplina y formalidad del neoclasicismo sólo podía reflejar un lado de la condición humana. A este movimiento se le llamó romanticismo, palabra derivada de los emocionantes relatos medievales que hablaban de mitos, magia y seres sobrenaturales, llamados «romances» por haberse escrito en el lenguaje cotidiano -romance- y no en latín.
Sin embargo, las raíces del romanticismo habían crecido entrelazadas con las del neoclasicismo. A partir de 1740, por ejemplo, la afición por todo lo medieval indujo a construir falsas ruinas en los jardines de las mansiones neoclásicas. El mismo espíritu inspiró una serie de sensacionales novelas «góticas», como “El castillo de Otranto” (1764), del inglés Horace Walpole (1717-1797). En Alemania, escritores como Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) y Friedrich Schiller (1759-1805), que formaban parte de un movimiento denominado Sturm und Drang (Tormenta e impulso), crearon obras que fomentaban la pasión y la imaginación, rechazando los valores neoclásicos de la razón y el decoro.
A partir de 1780, el espíritu romántico empezó a dominar la música, la poesía, la pintura y la arquitectura. Los jóvenes elegantes adoptaron una actitud informal, dejando que sus emociones fluyeran libremente -por ejemplo, llorar- en los recitales de música y poesía. Se exaltaban contemplando paisajes que para ellos representaban el poder elemental de la naturaleza. El romanticismo siguió influyendo en las artes hasta finales del siglo XIX.
Pintura de paisajes
Durante el siglo XVIII, los escritores, pintores y diseñadores buscaban lo «pintoresco»: paisajes naturales con elementos como ruinas o árboles centenarios, que les daban un aire onírico. En las épocas anteriores, el paisaje no era más que el fondo de los cuadros, pero en este período se convirtió en el tema principal. Uno de los grandes innovadores en este campo fue el pintor inglés Joseph Mallard William Turner (1775-1851), artista de enorme talento que asimiló sin dificultades las técnicas de los antiguos maestros. A los 32 años había tenido ya tanto éxito que podía pintar lo que quisiera.
Visionarios
El interés de los románticos por el mundo de la imaginación abrió las puertas al mundo más misterioso e irracional de los sueños y las visiones. El pintor suizo Johann Heinrich Fuseli (1741-1825) se especializó en imágenes oníricas y obsesionantes, pintadas con frenética emoción y con una iluminación teatral.
El artista y místico inglés William Blake (1757-1827) aseguraba que actuaba guiado por sus visiones. Su independencia, excentricidades y pasiones revolucionarias le llevaron a la pobreza e indujeron a muchos de sus contemporáneos a marginarlo por loco. Sus poemas más conocidos aparecieron en dos colecciones, “Cantos de la inocencia” (1789) y “Cantos de la experiencia” (1794). Ilustró sus propios textos, y algunos ajenos, con grabados ingenuos, pero de mucha fuerza, llenos de significado místico y simbólico.
Blake vivía en un mundo en el que todo estaba impregnado de lo sublime. Pero también sufrió la tensión provocada por su lucha a brazo partido con la naturaleza misma de la realidad; para él, la imaginación era «el mundo real y eterno, del que el Universo Vegetal no es más que una sombra desvaída».
Los poetas del Lago y Byron
En Gran Bretaña, el potencial de la poesía romántica se reveló con la publicación de las “Baladas líricas” (1798) de William Wordsworth (1770-1850) y Samuel Taylor Coleridge (1772-1834). El libro era como un manifiesto, y mostraba distintas maneras de librar a la poesía de las restricciones impuestas por las formas y reglas tradicionales. Un rasgo fundamental de la poesía romántica era la nueva actitud ante la naturaleza. Wordsworth, Coleridge y Robert Southey (1774-1843) residieron durante algún tiempo en la Región de los Lagos (distrito de Lake, en el noroeste de Inglaterra) y por eso se los llamó «los poetas del Lago».
Siguiendo la estela de Coleridge y Wordsworth surgió un nuevo grupo de poetas ingleses más jóvenes: Percy Bysshe Shelley (1792-1822), John Keats (1795-1821) y George Gordon, lord Byron (1788-1824). Vivieron intensamente y murieron jóvenes, lo cual contribuyó a consagrar la imagen agridulce del poeta romántico. Byron, en particular, llegó a ser toda una celebridad. Los lectores devoraban sus obras, en especial la autobiográfica “Las peregrinaciones de Childe Harold" (1812-18) y el “Don Juan” (1819-24). Su muerte -a causa de unas fiebres mientras luchaba por la independencia griega contra los turcos otomanos- sirvió para agrandar aún más su aureola mística.
Oberturas y conciertos
La prueba de fuego de la música romántica consistía en demostrar que podía transmitir emociones, sentimientos y pasiones. El compositor alemán Felix Mendelssohn (1809-1847) logró un éxito temprano con su obertura de “Sueño de una noche de verano”, un acompañamiento musical atmosférico para la obra de Shakespeare, que compuso siendo todavía adolescente.
La música podía transmitir también impresiones de un paisaje: una de sus obras más conocidas es la obertura de “Las Hébridas” (1830), también conocida como “La gruta de Fingal”, inspirada en un viaje en barco a la isla escocesa de Staffa, cuyas curiosas columnas de basalto se dice que formaban parte de una calzada construida por el mítico gigante Fingal.
El compositor francés Hector Berlioz (1803-69) llevó más lejos aún esta idea. Estaba convencido que la música podía contar una historia, como una especie de ópera sin palabras. Su “Sinfonía fantástica” (1830) narra la historia de un joven músico que intenta envenenarse con opio para aliviar sus penas de amor y sufre una pesadilla delirante en la que sueña que ha matado a su amada, es conducido a la ejecución y acaba en un aquelarre de brujas. Se trata de una imaginativa extrapolación del amor sin esperanzas del propio Berlioz por la actriz inglesa Harriet Smithson.
Berlioz, que compartía algunas de las turbulentas características de Byron, puso música a parte del poema “Las peregrinaciones de Childe Harold”, convirtiéndolo en la sinfonía “Harold en Italia” (1834), que comenzó siendo un concierto encargado por el gran virtuoso del violín Niccolo Paganini (1782-1840), un hombre de talento y energía tan asombrosos que se decía que había firmado un pacto con el diablo. Esta imagen encajaba a la perfección con las actitudes románticas, lo mismo que los conciertos, piezas compuestas como vehículos para que los solistas demostraran su talento. Lamentablemente, Paganini rechazó “Harold en Italia”, considerándola demasiado fácil para él.
Orientalismo
En 1827 el artista francés Eugene Delacroix (1798-1863) pintó La muerte de Sardanápalo, un enorme lienzo que describía una escena de violencia y sensualidad. Sardanápalo, rey de Asiria, se recuesta impasible en su lecho mientras su harén es ejecutado, como prolegómeno de su propio suicidio. Cinco años más tarde, Delacroix viajó a España, Marruecos y Argelia, y quedó impresionado por su luz y colorido, pero sobre todo por sus cualidades exóticas, que interpretó en obras posteriores.
La fascinación por lo oriental era uno de los temas recurrentes del romanticismo. Aunque algo debió influir la expansión imperialista europea, no se basaba en un auténtico conocimiento del Oriente: era una fantasía, inspirada por la reciente reedición de “Las mil y una noches”. En Francia, pintores como Horace Vernet (1789-1863) y Jean Léon Gérome (1824-1904) describieron un mundo árabe imaginario, con sus harenes, caravanas y mercados de esclavos, sazonado con erotismo y salvajismo. En Gran Bretaña, el orientalismo se centró en los mogoles, reflejando la relación con la India.
Wagner
La pasión y el entusiasmo de la música romántica alcanzaron su culminación con las óperas del compositor alemán Richard Wagner (1813-1883). De joven, se rebeló contra las restricciones de la enseñanza musical tradicional. «Para mí», escribió tiempo después, «la música era un espíritu, un monstruo noble y místico, y me parecía que cualquier intento de regularla la rebajaba.»
Encontró la fuerza narrativa que buscaba en los mitos europeos. Las óperas de Wagner están saturadas de poderosa música atmosférica, conectada por temas musicales repetitivos, llamados leitmotiven, que representaban a los principales personajes o aspectos de la trama. Con su combinación de narración, drama, puesta en escena teatral y una música sublime, Wagner pretendía producir una obra de arte total.
Su obra maestra es el ciclo de cuatro largas óperas titulado “El anillo de los Nibelungos” (1848-1874), que narra un complicado mito nórdico-germánico en el que intervienen enanos, gigantes, dioses y héroes. Su obra sondea extrañas profundidades psicológicas, a veces tiernas, a veces salvajes, a veces enormemente sensuales. El preludio de su ópera “Tristán e Isolda” (1856-59), una historia de amor imposible, asciende en un magnífico crescendo que es una inconfundible representación del orgasmo. Tiempo después, las tendencias grandiosas y megalómanas de su música atrajeron mucho a los nazis.
El resurgimiento gótico
El término «gótico» se empezó a utilizar en el Renacimiento como calificativo despectivo de la arquitectura medieval. En una época en la que el modelo ideal era la arquitectura clásica, los voluptuosos arcos y tracerías de las catedrales medievales se despreciaban como cosa de bárbaros, propia de los godos que habían destruido el imperio romano.
A mediados del siglo XVIII, varios diseñadores empezaron a mirar con mejores ojos la arquitectura medieval, en especial las iglesias y catedrales góticas. A principios del XIX, los estilos medievales se imitaron indiscriminadamente: se hacían tejados encastillados y rematados por agujas, y los interiores se convirtieron en lujosas improvisaciones sobre temas eclesiásticos.
Algunos entusiastas de lo neogótico llegaron a considerar la arquitectura gótica como el único estilo auténticamente cristiano, a diferencia del clasicismo, que había sido concebido por paganos. En toda Europa se construyeron nuevas iglesias góticas. El estilo neogótico llegó a asociarse con la tradición nacional, y así, cuando se reconstruyó el Parlamento de Londres entre 1840 y 1865, se consideró que el neogótico resultaba adecuadamente británico y respetable.
Géricault y Delacroix
La figura principal de la pintura romántica francesa era Théodore Géricault (1791-1824). En 1819 “La balsa de la Medusa” causó sensación. El tema era una cause célebre de la época: la fragata francesa Méduse había naufragado en aguas africanas, y 150 tripulantes habían quedado abandonados en una balsa por los incompetentes oficiales, que se habían apoderado de los botes salvavidas. A los amantes del arte les sobrecogió ver un suceso contemporáneo tan horripilante como tema de un cuadro, y además pintado con tanto dinamismo y pasión.
Cuando Géricault falleció a los 33 años, su joven discípulo Eugene Delacroix (1798-1863) tomó el relevo. Rompiendo las reglas de composición e interpretando a su manera la naturaleza, desafió los principios aceptados del arte neoclásico.
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