El estudio de la evolución
“Los secretos de la diversidad de la vida”
Durante mucho tiempo, los creyentes interpretaron la gran diversidad de la vida en la Tierra y la red de interacciones entre las diferentes especies como pruebas de la existencia de un creador. Para ellos era indudable que un sistema tan complejo y elegante, en el que cada parte cumplía perfectamente su función, sólo podía haber surgido de un diseño previo. El gran triunfo científico del siglo XIX, la teoría de “la evolución por selección natural” de Charles Darwin, desmintió el argumento del “diseño”.
Desde los tiempos de Aristóteles, muchos filósofos se habían preguntado si los organismos podían haberse transformado por evolución, pero para elaborar una teoría de la evolución creíble fueron precisos dos grandes avances en el conocimiento. El primero fue el descubrimiento de los fósiles, que demostraban que en otros tiempos habían existido especies que ahora estaban extinguidas, una idea expuesta en 1770 por el naturalista suizo Charles Bonnet (1720-1793).
Veinte años después, un agrimensor inglés, William Smith (1769-1839), descubrió que las diferentes capas de roca en las que estaba excavando un canal contenían diversos tipos de fósiles. En 1800 el naturalista francés Georges Cuvier (1769-1832) clasificó los fósiles conocidos, comprobando que muchos pertenecían a familias todavía existentes, pero otros muchos no. Atribuyó las extinciones a catástrofes periódicas.
El segundo avance fue el descubrimiento de que la edad de la Tierra no era de tan sólo unos miles de años, sino de miles de millones. Ahora ya se podía creer que, dado el tiempo suficiente, las especies podían ir transformándose mediante cambios muy lentos, imposibles de observar en el plazo de una vida. En 1859 Darwin publicó El origen de las especies, que proponía un mecanismo para estos cambios. La idea escandalizó a la sociedad victoriana y a la Iglesia, ya que sugería que toda la infinita variedad de la vida se podía explicar mediante la acción del azar sobre las pequeñas variaciones entre los miembros de una especie.
La idea de Darwin -«la mejor idea que se le ha ocurrido a nadie», según el filósofo norteamericano Daniel Dennett- no explicaba el mecanismo. Darwin podía demostrar que los cambios habían tenido lugar y por qué, pero no podía explicar cómo. Hubo que esperar el descubrimiento de las leyes de la herencia, los genes y las mutaciones genéticas. La combinación de Darwin y Mendel, presentada por varios biólogos en los años cuarenta bajo el nombre de Síntesis Moderna, ha demostrado ser una teoría sólida que sigue siendo fundamental en toda la biología.
Lamarckismo
La primera teoría científica de la evolución la formuló en 1809 el naturalista francés Jean Baptiste de Lamarck (1744-1829), que sostenía que las características adquiridas por una criatura durante su vida podían transmitirse a su descendencia: la «herencia de los caracteres adquiridos». Puso como ejemplo la jirafa, recién descubierta por aquella época y que había causado sensación en Europa, e imaginó una especie de antílope de aspecto normal que se alimentaba de las hojas de los árboles, estirando constantemente el cuello y las patas para alimentarse de hojas cada vez más altas. Con el tiempo, las patas, el cuello y la lengua se alargarían, y esta ventaja se transmitiría a los descendientes del animal. A lo largo de muchas generaciones, el antílope se habría transformado en una jirafa.
El lamarckismo es una idea atractiva, ya que apoya el concepto de que mejorándonos nosotros mismos podemos mejorar la suerte de nuestros hijos y de toda la humanidad; pero es falsa y se puede desmentir fácilmente por medios experimentales, como demostró el biólogo alemán August Weissman (1834-1914) que cortó las colas de varias generaciones de ratones, comprobando que a la última generación le salían colas igual de largas que las de la primera.
El último clavo en el ataúd del lamarckismo lo puso el descubrimiento (también de Weissman, en 1883) de que las células germinales, que dan origen a los espermatozoides y óvulos, se diferencian en las primeras fases del embrión y permanecen inalteradas durante toda la vida. No se ha descubierto ningún mecanismo por el que estas células pudieran incorporar cambios experimentados por otras células del cuerpo durante la vida.
Genética mendeliana
El monje austriaco Gregor Mendel (1822-1884) se interesó por los mecanismos de la herencia a partir de 1860. Optó por estudiar un sistema sencillo, el guisante, que podía cultivar en el huerto del monasterio. Cruzando una estirpe de guisante de semillas lisas con otra de semillas rugosas, investigó cómo se heredaban estas características. Luego hizo lo mismo con otros caracteres y obtuvo resultados sorprendentes. Descubrió, por ejemplo, que cuando se cruza un guisante «rugoso» con otro «liso», el resultado no es un guisante de aspecto intermedio, sino un guisante de semilla lisa. Pero si se siembran estos guisantes lisos y se fecundan unas plantas con otras, reaparece la forma rugosa. De cada cuatro plantas, tres presentaban semillas lisas y una, semillas rugosas.
Mendel dedujo que cada planta progenitora poseía dos partículas, que ahora llamamos genes, portadoras del carácter liso o rugoso. La siguiente generación recibe una partícula de cada progenitor, pero la forma lisa domina sobre la rugosa que es «recesiva». Ambos genes permanecen en el guisante, y en la siguiente generación se pueden combinar de cuatro maneras posibles. Tres de ellas dan lugar a guisantes lisos, y sólo una produce guisantes rugosos, lo cual explica la reaparición del carácter «perdido» y la proporción 3:1 observada en la práctica.
Darwin y la selección natural
En 1831 Charles Darwin (1809-1892) embarcó en el Beagle, a las órdenes del capitán Robert FitzRoy, para hacer un viaje de cinco años alrededor del mundo. Durante la travesía recogió ejemplares de todas las especies que encontró y empezó a plantearse cómo habrían podido evolucionar. Más de 20 años después de su regreso -y sólo porque Alfred Wallace había llegado de manera independiente a las mismas conclusiones-, publicó su teoría de la evolución por selección natural.
Darwin explicó que en cada especie se dan pequeñas variaciones entre los individuos: unos son más grandes, o tienen el pico ligeramente diferente, o corren más que otros. En condiciones normales, estas diferencias no influyen en las posibilidades de supervivencia del individuo. Pero cuando las condiciones son más duras, incluso una pequeña diferencia puede aumentar las posibilidades de sobrevivir. Y los individuos que posean esa ventaja tienen más posibilidades de transmitirla porque, por término medio, tendrán más descendientes. De este modo, el carácter ventajoso se va haciendo más frecuente en la población, y ésta, con el tiempo, irá evolucionando hasta transformarse en una especie distinta.
Darwin no explicó bien cómo tenía lugar este último paso, y lo cierto es que todavía se siguen debatiendo los mecanismos de la especiación; pero su idea de la selección natural explicaba tanto la variedad de la naturaleza como su exquisita adaptación a ciertas funciones.
Evolución observada
Darwin pudo demostrar los cambios ocurridos en especies fósiles, pero le era imposible demostrarlos en tiempo real. Sus observaciones en las aisladas islas Galápagos le llevaron a especular que las plantas y los animales se adaptaban a las exigencias de su ambiente. En particular, le llamó la atención la gran variabilidad de los picos de los pinzones.
Supuso que los cambios ambientales habrían provocado variaciones en los alimentos disponibles, y que los pinzones se habían adaptado a estos cambios desarrollando diferentes tipos de picos. Algunas poblaciones desarrollaban picos grandes y fuertes, especializados en partir nueces, mientras que otras habrían evolucionado con picos de punta fina, adecuados para otros tipos de alimento.
Durante los últimos 50 años, los biólogos han observado la evolución de estos pinzones y sus estudios han demostrado sin lugar a dudas que cualquier cambio del ambiente -por ejemplo, las sequías- altera la población de pinzones.
El gen
El austriaco Gregor Mendel ignoraba cuáles podrían ser las «partículas» de la herencia, pero a partir de 1880 el estudio de las células demostró que cuando éstas se dividían se formaban estructuras filamentosas que se repartían por igual entre las células hijas. El botánico alemán August Weissman (1834-1914) decidió que aquellas estructuras -llamadas cromosomas (cuerpos coloreados) porque se podían teñir con colorantes para hacerlas visibles- tenían que ser las portadoras de las instrucciones hereditarias. Aparecían a pares, siguiendo las reglas de Mendel, pero eran muy pocas para explicar la enorme variedad de caracteres hereditarios.
Los experimentos del estadounidense Thomas Hunt Morgan (1866-1945) en la Universidad de Columbia, utilizando la mosca de la fruta Drosophila melanogaster (el ratón de laboratorio de la genética), demostraron que los cromosomas eran en realidad paquetes que contenían muchas de las «partículas» de Mendel o «genes», nombre que les dio en 1909 el biólogo danés Wilhelm Johannsen (1857-1927).
El ADN
En 1868 el químico suizo Johann Miescher (1844-1895) analizó químicamente los glóbulos blancos de la sangre y demostró que el núcleo contenía una sustancia muy diferente de las proteínas; Miescher la llamó nucleína. Más adelante se demostró que tenía carácter ácido, y pasó a llamarse ácido nucleico. Miescher sospechaba que esta molécula podía ser la portadora del mensaje genético, aunque casi nadie estaba de acuerdo. Los análisis químicos demostraban que los ácidos nucleicos -había dos tipos, el ácido desoxirribonucleico (ADN) y el ribonucleico (ARN)- eran moléculas bastante monótonas. El ADN estaba formado por sólo cuatro unidades estructurales, llamadas bases: adenina, citosina, guanina y timina, mientras que en el ARN el uracilo sustituía a la timina. La mayoría de los biólogos opinaban que las proteínas, con sus moléculas mucho más complejas, eran mejores candidatos a genes.
A finales de los años cuarenta y principios de los cincuenta, en la Universidad de Cambridge, un químico orgánico escocés, Alexander Todd (1907-1997) identificó los componentes químicos del ADN, demostrando que éste estaba formado por una cadena alternante de moléculas de azúcar y grupos fosfato, con las bases conectadas a las moléculas de azúcar. A comienzos de los cincuenta, varios equipos científicos se dedicaron a investigar la forma real de la molécula.
El triunfo fue para los biólogos de Cambridge Francis Crick (1916-2004) y James Watson (1928- ), que utilizaron imágenes de cristalografía de rayos X obtenidas por Rosalind Franklin (1920-1958) en el King's College de Londres. En 1953 lograron uno de los descubrimientos más trascendentales del siglo XX, al demostrar que el ADN tiene forma de doble hélice: dos espirales paralelas, conectadas por pares de bases. Esta estructura cuadraba con los datos químicos y los radiológicos, e indicaba cómo podía transmitirse la información genética cuando una célula se dividía.
El descubrimiento de que el ADN era el material de la herencia proporcionó un mecanismo para la evolución. Los experimentos demostraron que la receta contenida en su molécula se puede alterar por mutación; algunos errores parecen producirse de manera espontánea, pero también las radiaciones y algunas sustancias químicas pueden provocar mutaciones. En la mayoría de los casos, estas mutaciones tienen efectos fatales, pero algunas pueden proporcionar a la especie características útiles para sobrevivir mejor. Así pues, las mutaciones del ADN son la causa de las variaciones, y sobre ellas actúa el ambiente, mediante el proceso de selección natural.
Etología
En los años treinta, como respuesta a la insistencia de los norteamericanos en estudiar la conducta de animales en situaciones de laboratorio, surgió en Europa un enfoque más naturalista. La etología, fundada por el austriaco Konrad Lorenz (1903-1989) y el zoólogo británico Niko Tinbergen (1907-1988), se proponía estudiar a los animales en su entorno natural. La principal materia de estudio es la reacción de los animales a los estímulos -procedentes de otros animales y de sus propios cuerpos- y lo que significan dichas respuestas para otros animales.
El conductismo, que representa el polo opuesto, había surgido a principios del siglo XX a partir de las ideas del psicólogo norteamericano John Broadus Watson (1878-1958), que se propuso demostrar que la conducta de las personas está determinada principalmente por el condicionamiento, y no por el libre albedrío. Los experimentos con animales en cautividad demostraron que el conductismo podía explicar el aprendizaje de nuevas habilidades por parte de los animales, pero su aplicación a la psicología humana es muy limitada.
Equilibrio puntuado
La evidencia del registro fósil, con sus cambios aparentemente bruscos, inspiró a los evolucionistas Stephen Jay Gould (1941-2002) y Niles Eldredge (1943- ) su teoría del equilibrio puntuado, publicada en 1972. Mientras que el darwinismo ortodoxo afirmaba que todos los cambios son graduales, Gould y Eldridge argumentaban que parecen haberse dado largos períodos de estabilidad, interrumpidos por explosiones de cambios rápidos.
Si Darwin tenía razón y las especies evolucionan muy despacio, se tendría que observar en los fósiles una gradación continua de formas intermedias, pero por lo general no es así. En cambio, si las especies evolucionan a «saltos», las formas intermedias habrían durado tan poco tiempo que su ausencia en el registro fósil no tendría nada de extraño. Para los darwinistas, no obstante, esto no es un problema.
Supongamos, como hizo el evolucionista norteamericano George Ledyard Stebbins (1906-2000), que los ratones se vieran sometidos a una ligera presión selectiva que les hiciera aumentar de tamaño. Aunque el proceso es demasiado lento para observarlo, llegaría un momento en el que los ratones serían tan grandes como elefantes. Stebbins calculó que para esto bastarían 12.000 generaciones, unos 60.000 años. Parece mucho tiempo, pero para los criterios de la paleontología es casi instantáneo, y el registro fósil es un instrumento demasiado rudimentario para medir un período tan corto.
El código genético
Una vez desentrañada la estructura del ADN, el siguiente paso consistía en averiguar cómo almacena la enorme cantidad de información genética necesaria para formar los seres vivos. El ADN es un ácido nucleico, pero el auténtico material de la vida son las proteínas, moléculas complejas formadas por aminoácidos. Esto se sabía desde 1905, gracias a los trabajos de Emil Fischer (1852-1919) en Alemania, pero hasta 1940 no se supo cuántos aminoácidos existían. Entonces se descubrió que toda la enorme gama de proteínas está formada por sólo 20 aminoácidos, ordenados de diferentes maneras. Las propiedades únicas de cada proteína y la forma tridimensional que adopta dependen del orden de los aminoácidos. En 1951 el bioquímico inglés Frederick Sanger (1918-2013) consiguió por primera vez «secuenciar» -determinar el orden completo de sus aminoácidos- una de estas cadenas: la de la insulina.
En 1957 el británico Vernon Martin Ingram (1924-2006) demostró que bastaba que un solo aminoácido estuviera descolocado para que cambiaran las propiedades de la proteína. Demostró también que una enfermedad fatal, la anemia falciforme, se debía a la sustitución del ácido glutámico por valina en la sexta posición de la cadena de hemoglobina beta.
Cuatro años después, en 1961, el inglés Francis Crick (1916-2004) y el surafricano Sidney Brenner (1927-2019) realizaron unos experimentos en los que dañaron deliberadamente el ADN de bacteriófagos -virus que infectan bacterias- y descubrieron que, por lo general, bastaba con destruir uno o dos pares de bases para impedir el crecimiento de los fagos. Pero si destruían tres pares de bases, los bacteriófagos seguían creciendo. Esto les dio la idea de que el código genético tenía que ver con la ordenación de las bases, y que consistía en una serie de grupos de tres bases o «palabras de tres letras». Si se suprimían una o dos, el código no se podía leer, ya que hay que leerlo en grupos de tres. Si se eliminaban tres bases, se producía un cambio en la proteína, pero el código seguía teniendo sentido.
El código del ADN consta de cuatro «letras»: las cuatro bases. Si se ordenan estas letras en todas las posibles combinaciones de tres, se pueden formar 64 palabras de tres letras. Puesto que sólo hay que codificar unos 20 aminoácidos, el código basta y sobra para codificar cualquier proteína. El código completo se descifró en 1967, y quedó claro que es universal: todos los seres vivos utilizan el mismo código para traducir sus genes en proteínas. Por primera vez, los científicos empezaban a comprender los misterios de la herencia de caracteres y de la programación celular.
Terapia genética
Cuando se ha establecido una relación entre un defecto génico y una enfermedad, surge la posibilidad de intentar curar la enfermedad insertando la secuencia correcta de ADN en las células que funcionan mal. Las enfermedades causadas por la colocación errónea de un solo par de bases, como la fibrosis quística, son las que ofrecen mejores posibilidades, aunque los primeros intentos sólo tuvieron un éxito limitado.
La primera evidencia de que la terapia génica podría dar resultados se obtuvo en 1990, en ensayos realizados con niños nacidos sin un sistema inmunitario funcional, a los que se les insertó el gen responsable de la enzima adenosina-desaminasa (ADA). La ausencia de esta enzima impide el funcionamiento del sistema inmunitario, dejando a los que nacen sin ella vulnerables a las infecciones y condenados a vivir dentro de una «burbuja» de plástico. Pero los niños a los que se inyectó el gen de la ADA en EEUU e Italia mostraron claras señales de mejoría y algunos de ellos pudieron llevar una vida normal.
Ingeniería genética
Incluso una simple bacteria contiene varios cientos de genes, cada uno formado por miles de bases de ADN. La idea de confeccionar una lista completa de estos genes, por no hablar de encontrar una manera de alterarlos, parecía impensable en un principio. Pero en los años setenta, a partir de los experimentos realizados por el microbiólogo estadounidense Hamilton Smith (1931- ), se descubrieron varias enzimas que se podían utilizar para cortar un segmento de ADN por un punto exacto y conocido. Esto hizo pensar en la posibilidad de alterar el ADN cortándolo y empalmando distintas secciones.
La enzima que corta el ADN deja trozos con extremos desiguales o «adherentes». Los fragmentos de ADN cortados con esta enzima se insertan en secciones circulares de ADN, los plásmidos -que existen en las bacterias-, también cortados previamente y con extremos adherentes. El segmento insertado de ADN se integra en el plásmido, formando parte de él, y de este modo la bacteria queda programada para producir la proteína codificada por el ADN insertado. El primero de estos experimentos lo realizaron en 1973 los bioquímicos estadounidenses Herbert Boyer (1936- ) y Stanley Cohen (1922-2020). En menos de diez años, el método se utilizaba para crear y cultivar bacterias reprogramadas para sintetizar proteínas como la hormona humana del crecimiento.
Esta técnica no se limita a las bacterias. Muchas plantas de cultivo se han alterado genéticamente insertándoles, por ejemplo, genes que las hacen más resistentes a los pesticidas, lo cual permite fumigar los campos sin tener que distinguir entre cultivos y malas hierbas. En 1997 un equipo científico británico utilizó la ingeniería genética para criar una oveja clónica, a la que llamaron «Dolly».
El proyecto del genoma humano
Se conocen por lo menos 3.000 enfermedades humanas hereditarias, que se transmiten de padres a hijos y se deben a defectos en los genes. Incluso enfermedades como el cáncer y las insuficiencias cardiacas poseen un importante componente genético. En los años noventa, los biólogos se dedicaron a descifrar la secuencia de toda la dotación genética humana, o genoma, y lograron secuenciar numerosos genes responsables de trastornos comunes. Conocer la secuencia completa del genoma humano puede tener mucha relevancia en cuanto a los estudios de biomedicina y genética clínica.
El Proyecto Genoma Humano fue un proyecto internacional de investigación científica que tuvo como objetivos primordiales: a) averiguar la posición de todos los nucleótidos del genoma (cada una de las cuatro posibles bases nitrogenadas típicas del ADN), b) localizar los genes en cada uno de los 23 pares de cromosomas del ser humano.
El 6 de abril de 2000 se anunció públicamente la terminación del primer borrador del genoma humano secuenciado que localizaba a los genes dentro de los cromosomas. Los días 15 y 16 de febrero de 2001, las dos prestigiosas revistas científicas estadounidenses, Nature y Science, publicaron la secuenciación definitiva del Genoma Humano, con un 99.9% de fiabilidad. Sucesivas secuenciaciones condujeron finalmente al anuncio del genoma esencialmente completo el 14 de abril de 2003, dos años antes de lo previsto. En mayo de 2006 se alcanzó otro hito en la culminación del proyecto al publicarse la secuencia del último cromosoma humano en la revista Nature.
Una extensión del Proyecto Genoma Humano es el Proyecto Microbioma Humano, que pretende especificar las asociaciones microbianas encontradas en diferentes lugares del cuerpo humano para establecer posibles correspondencias entre los cambios de dicho microbioma y el estado de la salud. Algunos autores consideran al microbioma humano el último órgano por investigar.
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