Economía global
Un automóvil recorre una calle de Colombia. Fue diseñado en Alemania y montado en Turquía. Su motor se fabricó en México, las ventanillas en Francia y los paneles de las puertas en Corea. El chasis es polaco y los faros ingleses. El vehículo se construyó con máquinas y herramienta italianas, que llevaban tornillos chinos. Este automóvil es un producto de la economía global, en la que las mercancías, el dinero y los puestos de trabajo se desplazan por todo el mundo sin apenas restricciones.
La globalización empezó a manifestarse como fuerza económica en los años ochenta, contribuyendo a una expansión general de las economías occidentales y de la costa del Pacífico. Se consolidó durante la incertidumbre provocada por la recesión de los años noventa, cuando compañías multinacionales como Siemens, Glaxo y Mitsubishi trasladaron sus fábricas y oficinas de un país a otro para aprovechar la mano de obra barata, las subvenciones de los gobiernos o la proximidad de materias primas a bajos costos. Al mismo tiempo, los avances técnicos hicieron posible transmitir datos muy complicados en cuestión de segundos, por fax o correo electrónico.
Esto coincidió con una serie de iniciativas políticas para liberalizar el comercio internacional bajo la insignia de los (TLC). Los tratados de libre comercio consisten en una serie de acuerdos comerciales regionales o bilaterales para ampliar el mercado de bienes y servicios entre los diferentes continentes o básicamente en todo el mundo. Para ello, los países deben pactar alianzas donde se determinan la eliminación o rebajas sustanciales de los aranceles para los bienes entre las partes, y acuerdos en materia de servicios. Estos acuerdos se rigen por las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) o por mutuo acuerdo entre los países.
Las evidentes desigualdades del campo de juego económico provocan prejuicio en algunos países, que insisten en pedir medidas de protección al comercio. Los japoneses, que deben gran parte de su éxito económico a las políticas de proteccionismo, afrontan con cierto nerviosismo un futuro sin tarifas; los occidentales culpan a los bajos salarios de Asia de su inseguridad en el trabajo y sus congelaciones salariales. Pero la globalización ha alterado ya las reglas del juego económico, y a pesar de sus peligros puede ser una fuente de oportunidades.
Ayudas económicas
En la era de la economía global, los destinos de las naciones están entrelazados. Cada país constituye una pequeña parte del gigantesco entramado comercial que abarca el mundo entero, de modo que, a los países más ricos de Norteamérica, Europa, el Lejano Oriente y Australasia les conviene ayudar a los países más pobres de África, Asia y América del Sur a escapar del círculo vicioso de la pobreza. Porque con la ayuda adecuada, estos países pobres podrían prosperar y participar más activamente en el comercio internacional; y con el tiempo se convertirían en valiosos mercados para la exportación y en eficientes proveedores para los países ricos.
Gran parte de la ayuda se concede de manera multilateral, a través de instituciones como el Banco Mundial y los bancos de desarrollo regional de Asia, África y América Latina. En cambio, la ayuda bilateral -la que presta directamente un país a otro- suele ir de la mano del comercio: las donaciones o créditos están condicionados a la adquisición de mercancías o servicios del país donante.
Otra vía de ayuda consiste en comprometerse a realizar proyectos concretos -como instalar suministros de agua o de energía- para impulsar el desarrollo del país. La ayuda militar va inevitablemente ligada, no sólo a la adquisición de material bélico al donante, sino también a los intereses estratégicos de éste; por ejemplo, se puede ofrecer ayuda militar a cambio del derecho a mantener bases militares en las naciones receptoras.
También los motivos humanitarios y políticos pesan mucho en las donaciones de ayuda. Desastres como los terremotos, las inundaciones y el hambre en los países menos desarrollados atraen donaciones de gobiernos y particulares. Muchos países occidentales aumentan o reducen la ayuda como señal de aprobación o desaprobación del régimen del país receptor. Los países petroleros ricos del Cercano Oriente, como Arabia Saudí, patrocinan el desarrollo de sus vecinos más pobres, en parte por solidaridad musulmana y en parte para asegurarse aliados.
Desarrollo sostenible
En los años ochenta, los países en vías de desarrollo sufrieron una crisis económica. Un brusco descenso del precio de sus principales exportaciones, como el cacao y el cobre, coincidió con un aumento de los tipos de interés, y sus gobiernos fueron incapaces de pagar los créditos concedidos por los bancos occidentales en la década anterior. El Banco Mundial y los gobiernos occidentales accedieron a proporcionar más ayuda a cambio de «ajustes estructurales»: grandes cambios en las economías de los países deudores. La concesión de fondos iba con frecuencia ligada a grandes proyectos -planes hidroeléctricos, por ejemplo- perjudiciales para el medio ambiente y que aportan pocos beneficios a la población local.
El carácter draconiano de algunas de estas soluciones impulsó la búsqueda de alternativas. Los economistas de los países en vías de desarrollo argumentaron que la solución pasaba por la autosuficiencia en la producción de alimentos, la cooperación regional y una mejor comercialización. Esto dio lugar a una gama de políticas que invocaban el principio del «desarrollo sostenible», una expresión acuñada en una conferencia de las Naciones Unidas en 1972.
El desarrollo sostenible, que da prioridad a los pobres del mundo y reconoce la fragilidad del medio ambiente, no es sólo una política para los países menos desarrollados, sino un ideal global. La Declaración de Tokio de 1987 pedía a las naciones del mundo que adoptaran el desarrollo sostenible como objetivo primordial de su política nacional e internacional; y de la Cumbre de la Tierra, celebrada en 1992 en Río de Janeiro, salió la Agenda 21, un programa que insiste en la relación entre medio ambiente y desarrollo. El desarrollo sostenible exige que las potencias mundiales centren su atención en la conservación, la eficiencia económica y el bienestar de los individuos.
Defensa del consumidor
Las multinacionales, como Coca-Cola y McDonald's, pueden ser tan vulnerables a la presión de los consumidores como las organizaciones locales. Los consumidores tienen derechos que los protegen de ser explotados o engañados. Es más: los gobiernos imponen criterios estrictos para ciertos tipos de artículos. Por ejemplo, en EEUU, la FDA (Administración de Alimentos y Drogas) aprueba los medicamentos y se asegura que estén adecuadamente etiquetados, comprueba si los cosméticos son seguros e impone reglas de higiene para la producción de alimentos.
Este tipo de protección tiene una larga historia, que se remonta a las regulaciones del mercado en la antigua Roma. Pero el movimiento moderno de defensa del consumidor nació a mediados de los sesenta, cuando el abogado norteamericano Ralph Nader demostró que el diseño de los automóviles y sus técnicas de fabricación eran responsables de muchas muertes y lesiones en las carreteras, y consiguió obligar a los fabricantes a introducir diversas medidas de seguridad. Nader se convirtió en el paladín de los consumidores y emprendió polémicas campañas sobre los alimentos, los trabajos peligrosos y otros muchos temas.
Numerosas organizaciones de consumidores han seguido el ejemplo de Nader, sometiendo toda clase de mercancías y servicios a rigurosas pruebas. En la actualidad forman un poderoso grupo de presión, capaz de influir en la legislación y de modificar las normativas.
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