Los Sofistas
PROTAGORAS (481-411 a. C.)
Sofista griego, natural de Abdera (Tracia). Viajó por toda Grecia y visitó Sicilia e Italia. No se conserva ninguno de sus escritos. Se le atribuye el célebre aforismo: «el hombre es la medida de todas las cosas». Su escepticismo dio lugar a que fuera acusado y desterrado de Atenas. Aparece como figura central del diálogo de Platón que lleva su nombre.
Protágoras de Abdera
Obras:
Sólo nos han llegado algunos fragmentos. Conocemos su doctrina por autores posteriores.
LOS SOFISTAS
En la historia del pensamiento es posible señalar ciertos momentos históricos de cansancio, de indiferencia, de escepticismo ante un grupo determinado de problemas cuya solución se percibe como imposible. Estas situaciones más o menos generalizadas de «cansancio» intelectual son muy explicables si se acepta que el pensamiento es como una gran fuerza interior, siempre inquieta, siempre en tensión, siempre ávida de comprender. Todo problema constituye un desafío, y la solución de todo problema plantea nuevos problemas, sin que haya un momento de descanso en la búsqueda de la verdad. Es por tanto comprensible que, en determinadas circunstancias históricas, en las cuales los grandes sistemas filosóficos y científicos entran en conflicto, los pensadores más valientes se sientan desalentados y opten por reconocer que los esfuerzos de las generaciones anteriores fueron inútiles, que no es posible el conocimiento racional del mundo, que simplemente nada sabemos y nada podemos saber. Al optimismo de los comienzos sucede con frecuencia un pesimismo más o menos acentuado; sin embargo, la situación de pesimismo o de indiferencia no se prolonga indefinidamente, el pensamiento nunca se da por vencido, nunca podemos renunciar a pensar, a buscar una respuesta a la multitud de preguntas que suscita continuamente la realidad. Se intentan nuevas soluciones, entonces, con vigor creciente, se construyen nuevos sistemas que completan o remplazan los antiguos.
Melancolía, Edvard Munch.
Ya desde mediados del siglo V se enfrentan entre sí dos grandes sistemas antagónicos, sin conciliación aparente, el de Heráclito y el de Parménides. El pitagorismo, con el descubrimiento del número y de sus leyes, toma partido definitivamente con la escuela de Heráclito. Si se toma como base la experiencia sensible, la realidad es un continuo fluir, en donde cualquier afirmación se hace imposible, pues aquello que «es», en un instante determinado, ya no lo es en el instante siguiente. Tomando una idea de un filósofo francés del siglo XIX, nuestros conocimientos serian algo así como fotografías instantáneas de una realidad en continuo movimiento y, por lo tanto, muy alejadas de la verdadera realidad. Un discípulo de Heráclito, Cratilo, llegó hasta el extremo de concluir que ni siquiera se debe hablar, «Y se limitaba a hacer señales con el dedo» (Aristóteles). Se llegaba así a un dilema, o a aceptar la experiencia que nos pone de manifiesto la universalidad del movimiento, del fluir continuo, de la transformación de unas formas en otras; o a aceptar que la realidad tiene que ser inteligible, inmutable, estática, una y eterna. Si existe el movimiento, la realidad no se puede conocer, y si se puede conocer, no existe el movimiento. Heráclito optó por la primera alternativa, Parménides, por la segunda.
El término movimiento, tomado en su significado más amplio, no hace referencia solamente al movimiento físico de traslación, sino también, a toda clase de cambio, de transformación de una «cualidad» en otra. El problema planteado por el movimiento de traslación está magistralmente puesto de relieve por el discípulo de Parménides, Zenón de Elea, en sus famosas aporías.
Todo «cambio» supone dos términos, el término de iniciación y el término de culminación. «A» se transforma en «B» la semilla en árbol, el niño en adulto, lo caliente en frío y lo frío en caliente, etc...; pero el árbol se seca y se convierte en abono, el adulto en anciano, y así de una manera ininterrumpida; no es posible detenerse en el movimiento, pues de lo contrario, supuesto un tiempo suficientemente largo, ya habría cesado, sólo existiría lo frío o sólo lo caliente, sólo la semilla o sólo el árbol, sólo el niño o sólo el adulto. El punto de iniciación del movimiento es también el punto de llegada de un movimiento anterior, y el punto de llegada de un movimiento es el punto de iniciación de un movimiento posterior. «A» y «B» son, dos instantes de una realidad que es, precisamente, pasar de «A» a «B». La realidad no es «A», no es «B», entonces ¿qué «es»? ¿No llegamos así a una contradicción: la realidad «es» y no «es»? ¿No se confunden el «ser» con el «no ser»? No es otra la acusación de Parménides contra los insensatos, a quienes el ser y el no ser les parece lo mismo y no lo mismo. La posibilidad misma del conocimiento está en la afirmación del principio de identidad, «el ser es, y el no ser no es» y del principio de no contradicción, una misma cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto.
Parménides de Elea
Estos principios lógicos aún no estaban tan claramente formulados para el tiempo que nos ocupa, sin embargo, constituyen la intuición de la que parte el razonamiento de la escuela de Parménides. Esto no niega que la experiencia nos ponga de manifiesto el continuo fluir de las cosas; sin embargo, la lógica ha de predominar sobre los sentidos, el principio de identidad sobre el testimonio de los sentidos. Las cosas no son como nos dicen los sentidos, las cosas son como nos dice la razón que debe ser. No existe el movimiento, no existe el cambio, no existe la multiplicidad, no existe la temporalidad; el universo, nuestro mundo, es inmutable, uno y eterno, a pesar de lo que nos digan los sentidos.
¿Por cuál de los dos grandes sistemas optar? ¿En favor de la experiencia, en contra de la razón (lógica), o en favor de la razón (lógica), en contra de la experiencia? Los pitagóricos no habían hecho más que complicar la situación con el descubrimiento de magnitudes a las cuales no corresponde ningún número, o expresado de otra manera, con el descubrimiento de los números irracionales. Es decir, de números diferentes a los números hasta entonces conocidos, no eran ni enteros ni quebrados (racionales) y, sin embargo, eran números, por ejemplo, v2, v3, v5, etc. Además, si a toda magnitud corresponde un número, y a todo número una magnitud, y siendo el número divisible indefinidamente, ¿consta la magnitud de indivisibles o de divisibles al infinito? Y si de indivisibles, ¿cómo se puede entender una extensión que no se puede dividir más? Y, si de divisibles al infinito, ¿cómo es posible que la extensión finita esté constituida por una multitud infinita de partes extensas?
En este preciso momento de nuestra exposición debemos recordar lo que dijimos al principio: hay momentos históricos en los que el pensamiento se siente desorientado ante la magnitud de los problemas que debe explicar, y una especie de escepticismo se apodera de los espíritus más relevantes. Los sofistas no constituyen de hecho una escuela homogénea. Se trata más bien, de una denominación común para una multitud de pensadores individuales frecuentemente con opiniones muy opuestas entre sí, pero con una característica común, el escepticismo ante los problemas planteados por las generaciones anteriores.
Los dos representantes más significativos son Protágoras (480-410 antes de Cristo, aproximadamente) y Gorgias (483-375 antes de Cristo). De Protágoras nos ha llegado un aforismo célebre, que pone de manifiesto su posición escéptica: «El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son, en cuanto no son". El hombre es la medida de todas las cosas, no el hombre tomado en sentido general, sino el hombre en sentido particular, es decir, cada uno de nosotros es la medida, el criterio de lo que conoce. Lo que para mi es falso, para ti puede ser verdadero, y ambos tenemos razón. No existe un criterio único, universal, de conocimiento; las cosas no son simplemente verdaderas o falsas, sólo se dan opiniones, y cada uno de los que opinan puede tener razón desde su punto de vista. Dos sujetos pueden percibir una misma cosa de maneras muy distintas, y hasta opuestas entre sí, para uno puede estar haciendo frío, para el otro no. Para el enfermo el alimento es amargo, para el sano no, ¿quién tiene razón? ¿No está ciertamente haciendo frio para quien tirita? ¿No es realmente amargo el alimento para el enfermo? ¿Es entonces posible el conocimiento científico de la naturaleza dentro de esta posición relativista? No, ciertamente. La filosofía y la ciencia se basan en afirmaciones absolutas, independientes de los individuos como tales. Sobre gustos no se puede discutir, solemos decir. A ti te gusta algo, a mí no; bien, no hay nada que discutir. En realidad no existen cosas verdaderas o falsas, o cosas más verdaderas que otras, existen más bien cosas más útiles, más convenientes que otras. No se debe hablar de verdad, se debe hablar de utilidad o conveniencia. El alimento es amargo para el enfermo; sin embargo, sería conveniente que no lo fuera para que este se pudiera alimentar con facilidad. La labor del médico no está en convencer al enfermo que aquello que experimenta como amargo, no lo es. Más bien, trata de «curar» el desarreglo orgánico que lleva al enfermo a experimentar como amargos los alimentos. De una manera semejante, el sabio. Su labor no es la de convencer sobre la verdad o falsedad de una opinión cualquiera, su labor está en crear los hábitos convenientes por medio de la palabra, del discurso, para que sus oyentes acepten una opinión como la más conveniente para sí y para la sociedad.
¿Qué decir, entonces, ante los problemas planteados por Heráclito, por Parménides, por los pitagóricos? Son problemas que están más allá de las posibilidades del conocimiento. ¡Acerca de la naturaleza nada sabemos y nada podemos saber! Si la naturaleza es un campo vedado para la labor del sabio, no lo es así el «hombre» y sus relaciones: la ética, la política, la educación, etc. Se abren así, por primera vez en la historia de la reflexión filosófica, nuevas perspectivas. Hasta entonces el esfuerzo de los grandes pensadores se había dedicado exclusivamente a la consideración de la naturaleza, del mundo y de sus misterios; de ahora en adelante, lo «humano» en toda su amplitud comienza a ser objeto de consideración. Sin embargo, el pensamiento no admite barreras, y la naturaleza, tomando como base los problemas planteados por la generación anterior, surge nuevamente a la conciencia; se intentará, entonces, nuevas soluciones al dilema planteado por las dos grandes escuelas de Heráclito y Parménides.
Si la labor del sabio es semejante a la del médico, con la diferencia de que este se sirve de «medicina» y aquel del «discurso», es claro que el sabio debe ser un maestro de la palabra. Su poder radica en la persuasión, en la brillantez, en la sutileza de la argumentación. «La palabra es una gran dominadora, que con un pequeñísimo y sumamente invisible cuerpo, cumple obras divinísimas, pues puede hacer cesar el temor y quitar los dolores, infundir la alegría e inspirar la piedad... Pues el discurso, persuadiendo al alma, la constriñe, convencida, a tener fe en las palabras y a consentir en los hechos... La persuación, unida a la palabra, impresiona al alma como ella quiera. La misma relación tiene el poder del discurso con respecto a la disposición del alma, que la disposición de los remedios respecto a la naturaleza del cuerpo. En efecto, tal como los distintos remedios expelen del cuerpo de cada uno diferentes humores, y algunos hacen cesar el mal, otros, la vida, así también, entre los discursos, algunos afligen, y otros deleitan, otros espantan, otros excitan hasta el ardor a sus auditores, otros envenenan y fascinan el alma con convicciones malvadas» (Gorgias). Los sofistas eran grandes retóricos, más aún, podríamos decir, grandes «demagogos». La experiencia es el punto de partida de la reflexión de la escuela de Mileto y de Heráclito; la lógica, de Parménides y su escuela; los números, de los pitagóricos, y la retórica, el arte de persuadir, de los sofistas. Protágoras se jactaba de «poder hacer de la argumentación más débil Ia argumentación más fuerte», y Gorgias, de «hacer aparecer lo más pequeño como lo más grande y lo más grande como lo más pequeño».
Gorgias de Leontinos
La base del «relativismo» sofista está en la identificación del conocimiento con la sensación. La experiencia sensible es diferente para todos los individuos. La sensación de calor de un mismo objeto es diferente para dos individuos determinados, para uno más intensa, para otro, menos intensa. No todos vemos lo mismo, no todos escuchamos lo mismo. El hombre es la medida de todas las cosas, en cuanto la percepción sensible se acomoda a las disposiciones especiales de los órganos de los sentidos de cada individuo. Y si conocer es «sentir», hay tantos conocimientos como percepciones sensibles.
La principal importancia histórica de los sofistas, además de constituir un momento natural, dentro del desarrollo del pensamiento, de «perplejidad» y de cierto cansancio «intelectual», está en haber planteado el problema de la relación entre conocimiento y sensación. Si conocemos a través de la experiencia sensible, ¿cómo podemos afirmar algo que está más allá de esta experiencia? ¿Con qué derecho afirmamos que Ia tangente toca a la circunferencia en un solo punto, si cualquier línea que percibamos tiene anchura y, consiguientemente, la circunferencia y la tangente se tocan seguramente en más de un punto?
Los sofistas tenían gran influencia en la juventud griega ya que poseían gran dote de retórica y de dialéctica.
El problema de la relación entre la experiencia sensible y el conocimiento va a constituir un problema tan fundamental como el del movimiento o cambio. ¿De dónde saca el geómetra sus conceptos de punto, línea y superficie si no es de la experiencia sensible? ¿Podemos dibujar un punto inextenso? ¡No! ¿Y una línea? Tampoco. Entonces, ¿con qué derecho habla el geómetra de puntos y de líneas inextensas? Y ¿si las líneas son extensas, no se cortan en más de dos puntos, y no en uno solo, como afirma la geometría? ¿Existen dos líneas exactamente iguales? ¡No! Entonces, ¿por qué hay una sola geometría? Y, lo que afirmamos de la geometría, lo podemos extender a todas las demás áreas de conocimiento que pretenden hacer afirmaciones generales, universales, válidas para todos los individuos; a la religión, a la ética, a la física, a las matemáticas, etc.
Si el hombre es la medida de todas las cosas, entonces no son posibles las afirmaciones universalmente válidas, y si estas no son posibles, no es posible el conocimiento científico. Sólo se podría hablar de utilidad y de conveniencia, no de verdad o falsedad.
En un comienzo, el arte de la palabra es sólo un medio para un fin: la imposición de la propia opinión acerca de la política, la religión, la ética, etc. El filósofo, satisfecho con su propia filosofía, quiere comunicarla a los demás, y para esto se vale del único medio posible: la persuasión. La fuerza de la persuasión no está en la lógica, ni en la evidencia de los hechos, está más bien en la bella disposición del discurso, en el recurso oportuno a los sentimientos del oyente, etc. Posteriormente, el arte de la palabra se convierte en un fin en si mismo. Ya no se trata de hacer feliz a los demás, se trata de mostrar la propia superioridad, de jugar con los sentimientos de los demás, de confundir al espectador. El filósofo se convierte en un gran ilusionista de la palabra, que hace reír o llorar a placer, que enfurece o calma las multitudes; y cuya única recompensa es el aplauso de quienes asisten a su representación. De esta situación decadente proviene la definición de «sofisma» como argumento falso, que induce al error.
TEXTOS
1. Teetetos: El conocimiento es sensación. Sócrates: Arriesgas el haber expresado un concepto nada necio del conocimiento, antes, bien el mismo que expresaba Protágoras. Bajo una forma un poco distinta, él ha dicho la misma cosa. Pues dice en un lugar que el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no son. ¿Lo has leído alguna vez? Teetetos: lo he leído, y muchas veces. Sócrates: ¿no dice, en cierto modo, que lo que me parece a mí cualquier cosa, tal es ella para mí y tal como te parece a ti, tal es para ti y que tú eres hombre y yo también soy hombre? Teetetos: dice eso, exactamente. Sócrates: sigámoslo, entonces, un poco. ¿No sucede, a veces, que soplando el mismo viento, uno de nosotros siente frío y el otro no? ¿Que, uno apenas siente un poco y el otro mucho? Teetetos: Sí, efectivamente. Sócrates: entonces, ¿diremos que este viento es por sí mismo frío o no frío? ¿O no creeremos a Protágoras, de que es frío para quien tiembla y para quien no tiembla, no? Teetetos: así me parece. Sócrates: entonces, ¿no parece así a cada uno de los dos? Teetetos: cierto. Sócrates: ¿y parecer no significa ser sentido? Teetetos: seguramente. Sócrates: entonces, apariencia y sensación son la misma cosa para el frío y para todas las cosas semejantes. De la misma manera que cada uno siente las cosas, entonces tales arriesgan ser para cada uno (Platón).
Platón
2. Yo, Protágoras, digo, efectivamente, que la verdad es tal como he escrito sobre ella, que cada uno de nosotros es medida de lo que es y de lo que no es; y que hay una inmensa diferencia entre un individuo y otro, precisamente por que para uno son y parecen ciertas cosas, y para el otro, otras. Y estoy muy lejos de negar que existan la sabiduría y el hombre sabio, pero llamo precisamente hombre sabio a quien nos haga parecer y ser cosas buenas, a algunos de nosotros, por vía de transformación, las que nos parecían y eran cosas malas (Platón).
Respecto a los dioses, no se puede saber si existen o no existen, ni cuál puede ser su forma, pues muchos son los impedimentos para saberlo, la oscuridad del problema y la brevedad de la vida del hombre (Protágoras: fragmentos en Diógenes de Laercio).
3. Gorgias de Leontiun pertenece al número de los negadores de un criterio absoluto, pero no por iguales razones a los secuaces de Protágoras. En efecto, en su libro «Del no-ser, o bien de la naturaleza» establece tres principios concatenados entre ellos:
1. Que no existe nada.
2. Que, aunque algo existiera, sería inconcebible al hombre.
3. Que, aunque fuese concebible, sería inexplicable al prójimo (fragmento en Sexto empírico).
4. Las líneas sensibles no son tal como afirman los geómetras, pues, en efecto, no es así de ninguna manera, ni la recta ni la curva sensible, y el círculo no toca la tangente en un solo punto, sino de la manera que decía Protágoras. refutando a los geómetras (Aristóteles).
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