Cultura musical en Colombia: Segunda mitad del siglo XX
Para hablar sobre la música colombiana de la segunda mitad del siglo XX se debe estudiar cada uno de sus exponentes, pues no se puede hacer referencias a corrientes o escuelas. Los compositores más importantes en Colombia no trabajaron en conjunto, ni se asociaron con fines gremiales. Sin embargo, es posible ubicar sus músicas dentro de las tendencias estilísticas más fuertes de la música occidental. Así, se puede clasificar la obra de estos compositores según el uso de técnicas atonales, seriales, electrónicas y de improvisación, entre otras.
Impacto del impresionismo
Compositores tan diversos como Uribe Holguín, Antonio Valencia y Adolfo Mejía enriquecieron sus armonías clásicas con acordes de sextas, séptimas y novenas que dieron mayor riqueza a sus lenguajes. Sin embargo, no son tan atrevidos como los de Claude Debussy y Maurice Ravel, donde la búsqueda tonal se exagera mediante el uso de escalas consideradas exóticas y pasajes prácticamente bitonales. Hay una presencia modal muy fuerte en las obras de Uribe Holguín y Valencia, producto de su contacto con la Schola Cantorum en París; se trata de un modalismo enriquecido, pese a que la exploración tímbrica es mínima y se limita a la observada en la tradición clásica.
Empleo del atonalismo
De todas las tendencias aparecidas a lo largo de este siglo, la atonal serialista es la menos popular. El atonalismo (la ausencia de jerarquías tonales) se hace presente, necesariamente, en los procesos de improvisación, pero, salvo ciertos casos, no hace uso de una teoría dodecafónica o serialista para garantizar el atonalismo sistemático. Los nombres de Fabio González Zuleta y Roberto Pineda Duque quedaron asociados al de la práctica del atonalismo libre, si bien los dos ensayaron con algunas aplicaciones del dodecafonismo en su sentido más sencillo.
Pineda Duque oscila entre el empleo de un lenguaje neoclásico y sus posturas más modernas. Se formó en Medellín, con Carlos Posada Amador (también alumno de la Schola Cantorum) y Joaquín Fuster (español radicado en Medellín); también estudió con Antonio María Valencia y sus conocimientos de instrumentación se deben a la buena guía de José Rozo Contreras. Por 1953, Carlo Jacchino (1889-1971), un músico italiano visitante, ocupó la dirección del Conservatorio en Bogotá y presentó a sus alumnos los primeros conceptos del dodecafonismo. No se trata de la teoría de la Escuela de Viena, sino una aproximación al atonalismo que sería adoptada por Pineda y González. El empleo del dodecafonismo en estos dos compositores es ocasional, y más bien prima en su estilo todo lo neo-barroco, neo-clásico y neo-romántico.
La Sonata para chelo solo, de Pineda Duque, por ejemplo, evoca las suites de Johann Sebastián Bach y en ellas se escucha el contrapunto y la secuencia melódica característicos del barroco. Sin embargo, en el Coral No.1 para órgano, su pensamiento es más abstracto, hay más afán por la búsqueda sonora y la aplicación de una serie que aparece claramente hacia la mitad de la obra en el registro bajo.
Su estilo melódico se entiende mejor escuchando el Recitativo aria y final para clarinete y piano, melodía rica en lo armónico, acompañada por un buen mundo, disonante y con riqueza rítmica. En cuanto a la obra orquestal de Pineda Duque, se puede mencionar el trozo Canto místico, como un buen ejemplo de su estilo y estética; la obra acusa un alto grado de cromatismo, que le imprime colorido y expresividad.
Aunque Fabio González Zuleta inició estudios musicales en los Ángeles (California) se formó en realidad en el Conservatorio de Bogotá, ya transformado en Departamento de Música de la Universidad Nacional, del cual llegó a ser director. Influye notablemente en su música su profunda convicción católica. En Bogotá estudió con Egisto Giovanetti y obtuvo el grado de organista. Su visión musical es preponderantemente armónica y maneja un amplio marco tonal. En sus obras más disonantes establece áreas de colorido, mediante la reiteración de motivos (ostinatos).
El Bíptico para orquesta de cuerdas ejemplifica su estilo más característico; consta de tres movimientos: un preludio que se inicia con un tema de carácter rítmico marcado; el segundo tema, contrastante y calmado, lo presentan los violines y consta de notas descendentes apareadas. El tratamiento que se le da a este segundo tema es predominantemente contrapuntístico. En el andantino se intensifica la actividad cromática y atonal, con la presentación de una serie dodecafónica. La armonía se simplifica a medida que se acerca el “allegretto”. Este último movimiento acusa un ambiente diatónico en sus inicios y la presentación de dos temas centrales a manera de doble fuga. El final, en general, está caracterizado por la viveza de su espíritu. En el catálogo de obras de González Zuleta figuran nueve sinfonías, el poema sinfónico Estampa heroica, el Concierto Seráfico para violín, un Concierto para piano y orquesta, varias composiciones para orquesta de cuerdas y obras para coro y orquesta.
Este mundo atonal se complementa en los últimos años con los aportes de Germán Borda. Sus primeras obras catalogadas fueron compuestas a partir de 1968, época en la cual consolida un sistema de composición muy personal, cuyo eje central es el hecho armónico concebido dentro de la relación antitética de consonancia, y lo que el compositor ha denominado la anticonsonancia. Sentadas las bases de su estilo, Germán Borda dirige sus esfuerzos creativos al desarrollo de este, en forma estricta y constante. Sin hacer uso del serialismo de raíces dodecafónicas, el estilo de Borda tiene vínculos estrechos con el lenguaje de los primeros expresionistas radicados en Viena en las dos primeras décadas del siglo.
Borda realizó en Viena estudios musicales básicos, entre 1956 y 1962, y estudios de especialización entre 1966 y 1968. El aspecto más notorio de su expresionismo temprano es la identificación con el drama humano individual y sus razones psicológicas, características que Borda expresa por medio de su sistema armónico particular. El Orquestal III consta de tres secciones continuas: lento, allegro y lento, construidas con base en impulsos expresivos, apoyados en la instrumentación. En general, su carácter y su razón de ser son su propio desenvolvimiento, dentro de un estricto control rítmico, armónico y melódico, sin pasajes descriptivos o aleatorios.
Los conglomerados armónicos no son simples efectos logrados a través de racimos sonoros (clusters), sino que se basan en acordes cuyos espacios constituyen disonancias deliberadas sobre segundas, séptimas, novenas, cuartas aumentadas, etcétera. En su obra, Borda intenta expresar un mundo interno y una actitud hacia la vida que concreta en sus Cuatro poemas sinfónicos sobre “La búsqueda del tiempo perdido” de Marcel Proust, para coro, solistas y orquestas. Borda es uno de los pocos compositores de su generación que no incursiona en el mundo de la música tonal; se mantiene estrictamente dentro de sus posturas modernas y, en cada obra, experimentales.
Miradas al pasado
La gran mayoría de los compositores colombianos nacidos en la primera mitad del siglo XX se inspiraron en técnicas europeas de los siglos XVIII y XIX. En parte, porque el peso de los programas de los diversos institutos para la enseñanza de música en el país estaba, precisamente, sobre estas épocas, y el dominio de la armonía, el contrapunto y la orquestación, ya considerados tradicionales. Neo-barroco, neo-clásico y neo-romántico; se funden en un solo estilo. Los nacionalistas son fieles al neo-clasicismo, difícilmente se pueden adaptar tonadas tradicionales andinas a otro marco de referencia.
Dos nombres se asocian de manera singular con los procedimientos barrocos (estilo concertante, polifonía, tema con variaciones, etcétera): Luis Antonio Escobar y Blas Atehortúa, quienes desde los títulos mismos de las obras se remontan a la música de Europa en la primera mitad del siglo XVIII. Los dos se ocupan de hacer todo tipo de alusiones a la música tradicional colombiana, pero sus intenciones y el marco general de su obra no son de corte meramente nacionalista. En el caso de Atehortúa, en especial, la música tradicional es la materia prima de su obra, la música que conoció como niño, el punto de referencia constante de su idioma.
Escobar continúa con la tradición de la pieza de salón en sus Bambuquerías, e incursiona con mucho éxito en el trabajo coral. En sus Cánticos y Cantatas campesinas puede mezclar la copla tradicional con una armonía muy rica y fuera del contexto de la tradición. En estas ocasiones, muestra un exquisito sentido armónico, exquisitez que se repite cuando decide componer complejos pasajes polifónicos en su música instrumental.
En los años anteriores a su primer contacto con el Instituto Torcuato di Tella, en Buenos Aires, Blas Atehortúa atravesó por diversos períodos de desarrollo, que él mismo ha clasificado como: una etapa primera de creación afectiva-intuitiva bajo el signo del neo-clasicismo, con una tendencia hacia lo que él mismo denomina exotismo, dentro del sistema tonal, y un rico ingrediente contrapuntístico que aún hoy en día se encuentra en su obra. A esta primera etapa sigue una de creación consciente-intuitiva (Algunas reflexiones), donde se mezclan la estética del neo-clasicismo con ingredientes nacionalistas. De esta última etapa sobresalen las obras Pieza-Concierto, op. 3 para orquesta de cuerdas, el Segundo Quinteto, op. 4 en si bemol menor para vientos, y la obertura sinfónica Un salmo del rey David. Según palabras del compositor, el ambiente telúrico de estas piezas no es premeditado, sino más bien la influencia inconsciente del medio.
A partir de su ingreso al Conservatorio Nacional de Música en Bogotá, su obra adquiere más personalidad, según lo atestiguan el Ensayo Concertante para orquesta de cuerdas, op. 5; el Primer Cuarteto para cuerdas, op. 7; y Tríptico para orquesta, op. 8. Entre las obras más ejecutadas y apreciadas de este período figura el Concierto para timbales y orquesta. Luego de su contacto con la música contemporánea internacional, las tendencias neo-clásicas de Atehortúa se mezclaron con nuevas sonoridades y llegó a experimentar con procesos serialistas, electrónicos y aleatorios que nunca adoptó como bandera estilística.
El serialismo dodecafónico lo emplea en obras que datan de su primera estancia en Buenos Aires, como, por ejemplo, su Concertante para dos pianos, el Cuarteto dodecafónico y Camaré Música, entre otras obras. A partir de 1968, evoluciona hacia un estilo muy propio y maduro, en donde su personalidad se conjuga con una visión americanista desligada del nacionalismo obvio.
A lo largo de todas sus etapas creativas, de formación y profesionales, Atehortúa hace referencias constantes a la tradición barroca, evidentes no sólo en los títulos de las obras, sino en el contenido de las mismas, los contrastes de la instrumentación, técnicas de variación, presencia del contrapunto e impulso rítmico motor. En general, la obra de Atehortúa se desenvuelve en un marco visiblemente latinoamericano, que él mismo reconoce como un factor atmosférico ineludible. Colombia y América latina son su medio, la base y la materia prima de su inspiración.
Atehortúa mantiene una estrecha relación con el folklor colombiano y latinoamericano, y reconoce una clara división entre este y su obra. Sus Variaciones sobre un bunde del Pacifico son ejemplo del trabajo con tonadas y ritmos tradicionales, donde el estilo del compositor se funde con alusiones a la melodía original.
Los experimentadores
Dos nombres se asocian con las tendencias experimentales de la música del siglo XX en Colombia: Francisco Zumaqué y Jesús Pinzón Urrea. Sus idiomas son originales y la teoría musical que los sustenta cambia con cada obra. Los dos incursionaron en el mundo de lo aleatorio y su relación con la música colombiana es profundamente original. El motivo de su inspiración ya no es la música andina.
Zumaque mira hacia su región, la costa Atlántica, sus instrumentos, cantos y diversas sonoridades, cuando compone, por ejemplo, su Porro Novo. Pinzón, encontró una gran fuente de inspiración en las músicas de comunidades indígenas y allí halló plena justificación para romper con los esquemas tonales tradicionales. Estos dos compositores no sólo se movieron dentro del mundo de lo aleatorio y la búsqueda de alternativas, en músicas de otras culturas, sino que acusaron una preocupación permanente por el hecho sonoro mismo.
Para Zumaqué, el concepto de lo aleatorio es muy libre, y a veces hasta desordenado, como en el caso del Homenaje a Bolívar, donde por momentos cada instrumentista puede hacer lo suyo. Pinzón trata de enmarcar la imaginación del instrumentista con indicaciones originales, muchas veces con símbolos no musicales. Sistematizó sus experimentos más atrevidos con el azar, con la adopción de grafismos novedosos que, en manos de neófitos y no músicos, denominó música endógena.
Zumaque no olvida sus nexos con la música popular caribeña y sus trabajos en el ámbito de la música popular son tan importantes como los que desarrolla en el mundo de la academia. Escribió un impactante trozo de medios mixtos, de inspiración indígena de México: Cantos de Mescalito. Aunque con resultados muy divergentes, ha trabajado el conjunto de percusión, lo cual da a su obra un sabor inconfundiblemente latinoamericanista.
En cada uno de los cuatro movimientos de Ciclus (Coralibe, Homenaje, Balada y Carrizo), Zumaqué experimenta con la diversidad de los efectos que puede producir el conjunto de instrumentos de percusión. En «Carrizo», el piano es empleado como instrumento rítmico y percusivo, pero en «Balada», retoma su papel original de portador melódico. En algunos momentos, como en el «Homenaje», prima el efecto etéreo de estos sonidos, y en «Coralibe» domina su efecto terrenal y hasta primitivo.
Por su parte, Pinzón explora el mundo de las percusiones en todas sus posibilidades y combinaciones, en un buen número de obras.
Figuras solitarias del serialismo y la música electrónica
Luis Pulido, quien estudió composición con Jesús Pinzón, frecuentó el curso de composición de Franco Donatoni en Roma, en 1988, y adoptó un lenguaje serialista complejo en donde entran en juego sonoridades y ritmos. En Atajo, obra para trompeta sola, Pulido diseña una serie de seis sonidos como materia prima tonal. Esta serie es complementada con seis sonidos más, destacados en la partitura -y en la ejecución- por medio de sforzandi. Por otra parte, el aspecto de las duraciones está predeterminado en grupos de 6, 4, 7 y 8 fusas. Estas duraciones se rotan de manera canónica.
Pulido logra una gran variedad en el material tonal, sometiendo las series a procesos de retrogradación, inversión, transporte, etcétera. Escoge un material tonal y un conjunto de duraciones para ser desarrollados, y cuando finaliza su trabajo ha logrado lo que él denomina una articulación. Atajo consta de nueve articulaciones, nueve variaciones sobre una teoría del sonido. El mismo compositor considera esta obra un ejercicio de poética expresionista, que aprovecha para su expresividad la sonoridad cruda, poderosa y variable del instrumento solista.
En cuanto al mundo de la música electrónica, se puede asegurar que la falta de recursos tecnológicos no garantiza la realización de obras electrónicas de calidad. Perdura en el recuerdo de todos los aficionados bogotanos, la imagen de Jacqueline Nova (1935-1975) y sus intentos por penetrar el mundo de las nuevas sonoridades electrónicamente generadas. Nacida en Gante (Bélgica) se formó musicalmente en el Departamento de Música de la Universidad Nacional en Bogotá.
Su interés por la música electrónica se manifestó durante su estancia en el Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales (Fundación Torcuato di Tella) y de ese tiempo data su obra para medios electroacústicos Creación de la tierra. Allí, Nova da un tratamiento casi mágico a cantos indígenas americanos, que irrumpen dentro de los sonidos selváticos producidos por la compositora. En esta obra se generan sonidos y se tratan timbres preexistentes, que muestra una rica gama de sus capacidades.
Panorama musical hasta los años ochenta del siglo XX
Existe un núcleo de compositores nacidos después de 1950, que se formaron de manera un tanto informal dentro del país, lo que demostraba su inconformidad con el tradicionalismo de los programas curriculares de las diversas instituciones de enseñanza musical. Algunos estudiaron en el exterior, pero por períodos demasiado breves; y a su retorno al país, no encontraron un buen ambiente para que se ejecutaran sus obras. Se puede decir que Guillermo Gaviria, Andrés Posada y Luis Pulido se encontraban en esta difícil posición. Otros, formados en Colombia, como Gustavo Lara, Arturo Parra y Mauricio Lozano, por ejemplo, hicieron un tránsito lento que se inició con la música tradicional de Colombia y la música de salón, y buscó romper con el lenguaje tradicionalista.
Hasta la década de los ochenta sólo se contó, en Manizales, con un laboratorio de música electrónica, fundado por Camilo Rueda y Andrés Posada; pero su existencia fue efímera y se diluyó ante la falta de apoyo institucional y los pocos candidatos que podía ofrecer dicha ciudad para la composición.
Aunque hubo estímulos intermitentes al desarrollo artístico del compositor colombiano (en la primera mitad del siglo XX, el premio Ezequiel Bernal; en la segunda mitad, el premio Pegaso; y los premios de composición y ejecución de Colcultura), no ha habido continuidad en estos estímulos, y en la mayoría de los casos, nunca se oyó la obra premiada. Igual cosa sucede con los planes de becas para el exterior: durante algunos años funcionó el programa de becas Bellas Artes-Icetex, pero tampoco tuvo continuidad. Las asociaciones han sido prácticamente imposibles por la falta de comunicación entre los compositores, con excepción Jacqueline Nova que lideró la efímera agrupación Nueva Música.
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