El cine en Colombia: Años treinta y cuarenta del siglo XX
El año de 1927 es el del lanzamiento mundial del cine sonoro y en Colombia el de la creación de la empresa que va a dominar hasta la actualidad el paisaje cinematográfico, extendiendo en gran manera la exhibición e inhabilitando significativamente la producción: Cine Colombia. Después de haber comenzado una pequeña cadena de teatros en algunas ciudades del país, en 1928 adquirió la totalidad de la empresa pionera de los hermanos Di Doménico (empresarios italianos precursores del cine en Colombia), con sus elementos de producción, como cámaras y laboratorios. En lugar de abrirse a la rama de la producción, Cine Colombia cerró estudios y talleres de revelado, viendo en ello la útil eliminación de la competencia para sus películas adquiridas en el extranjero.
Al cerrarse los laboratorios de Bogotá y fracasar por problemas internos los de Cali, el momento decisivo de la industria del cine colombiano quedó cancelado. El golpe que implicó el cierre de los laboratorios y exiguos estudios del país llegó en el momento menos adecuado. El paso en bloque de la industria cinematográfica mundial al cine sonoro, significó que un nuevo esfuerzo de resurrección para el cine colombiano hubiera exigido una tecnología mucho más compleja. Se quiso salir adelante con técnica propia, como cuando el alemán Carlos Schroeder hizo su propio sistema sonoro, basado en las patentes de Oskar Messter. Sobreviven imágenes de esos ensayos, un “saludo del técnico y de los hermanos Acevedo” y una “loa al Creador por las posibilidades de la técnica” del obispo auxiliar de Bogotá monseñor Juan Manuel González Arbeláez.
La Western Electric y todos los demás sistemas americanos de sonido invadieron el país y con ellos la nueva era del cine sonoro y parlante. Para el cine colombiano, ello significó, prácticamente, el silencio absoluto, con excepción de ciertos noticieros, todavía solicitados por su actualidad y localidad. La técnica de Schroeder se usó en un largometraje de Alberto Santana, “Al son de las guitarras”, del que se sabe muy poco, y la guerra con el Perú y la posesión y los funerales de Olaya Herrera fueron motivo de documentales de cierta importancia. De los últimos sobreviven algunas imágenes.
Una nueva empresa, la bogotana Colombia Films, es el único esfuerzo consolidado por un cine argumental en los años treinta, pero su fundación tiene lugar al final de la década y, aparte de traer al país al camarógrafo Hans Brückner, no logra concretar ni una sola de las producciones planeadas. Por esos días el Ministerio de Educación, dirigido por Jorge Eliécer Gaitán, importa un abundante equipo para iniciar la producción y difusión de material educativo; pero el esfuerzo no arrojó resultados importantes.
Hacia una producción nacional
Intentos restaurativos de los años cuarenta
La primera película sonora argumental colombiana fue “Flores del Valle” y se realizó en 1941, catorce años después de que la industria americana abandonara el cine mudo. Realizada por el mismo director de “María”, Máximo Calvo, de nuevo son Cali y sus alrededores los lugares de rodaje. Como siempre, la actitud frente al sonido fue la de llenar todo el espacio posible con canciones y bailes. Pero en este momento la industria de la exhibición está centrada en los compromisos con producciones extranjeras. Era prácticamente imposible que una película colombiana obtuviera algo más que superficial curiosidad. Fue la época de las producciones más espectaculares de Hollywood y la guerra europea prácticamente bloqueó, toda otra exhibición que no fuera norteamericana.
Sin embargo, en los cuarenta hay más de un intento de volver a hacer cine colombiano de ficción. Es el momento de la Ducrane, compañía que se sirve del alemán Brückner y cuyo primer trabajo es “Allá en el trapiche”. De nuevo se ve aquí la costumbre de apelar a actores de compañías ambulantes extranjeras (tal vez a falta de una farándula local suficientemente experimentada); el director y la intérprete eran de la compañía chilena Álvarez-Sierra, mientras que el protagonista masculino fue el famoso cómico radial y teatral «Tocayo» Ceballos. De nuevo aquí, muchas canciones y bailes tenían la función de justificar algún tenue y banal argumento. Era, sin duda, el camino más fácil.
El éxito de “Allá en el trapiche” le volvió a dar material al sueño de crear estudios e industria permanente. Una finca en Sasaima (Cundinamarca) fue el lugar escogido para establecer, el pequeño Hollywood colombiano. Incluso se pensó que la piscina se podía habilitar para filmar escenas marítimas. “Golpe de gracia” fue, por así decir, el anticipo de la televisión colombiana, el paso a la imagen de las populares voces de las cadenas radiales. Esta vez (tal vez por falta de los profesionales chilenos), el público rechazó de plano la cinta.
“Sendero de luz”, de 1945, tenía guion de Jaime Ibáñez (1919-1971) y con ello entró al cine el mundo de los dramatizados radiales, de las radionovelas. Emilio Correa Álvarez fue el director y de nuevo el éxito estuvo ausente. La maldición técnica del sonido continuó siendo la desventaja mayor del cine colombiano. Un cine sonoro obligado a la estaticidad y con alto nivel de distorsión, era algo ya superado en el ámbito internacional pero que aquí seguía siendo lo normal. En un momento en que las grandes cinematografías (Estados Unidos, Francia, Italia, Unión Soviética, Suecia) ofrecían productos de alta sofisticación visual y auditiva, el patriotismo del público no era suficiente para llevarlo a aceptar algo tan primitivo.
Por entonces los Acevedo ya no eran una verdadera compañía sino filmadores de ocasión. Una ley de protección y fomento de la industria cinematográfica de 1942, dio el relativo impulso de la década, pero no fue suficiente para ayudar a crear algo permanente. En los años cuarenta hubo otras compañías efímeras: la compañía teatral Álvarez-Sierra creó Patria Films y tres largometrajes que, pese a ser sus integrantes chilenos, tenían una cierta nostalgia histórica colombianista: “Antonia Santos”, “Bambucos y corazones” y “El sereno de Bogotá”. El estilo en Antonia Santos fue, por desgracia, el ya superado hacía muchas décadas de la reconstrucción histórica en cuadros estáticos. El sonido debió ser doblado con escasísimos recursos y no es posible saber hasta qué punto quedó aceptable. Se sabe, que la cinta tuvo, por lo menos, un éxito de respeto. Para “Bambucos y corazones” se acudió a la mezcla cómico-folclórica y para “El sereno de Bogotá”, versión de una novela de José Ignacio Neira, el bien apreciado melodrama fue la base. Parece que las películas de Patria Films fueron las únicas de los años cuarenta que funcionaron en taquilla. Por razones no conocidas, la compañía desapareció en 1946.
En los cuarenta, Máximo Calvo hizo su último largometraje en Cali, “El castigo del fanfarrón”, y en Antioquia la compañía Cofilma, con la dirección del alemán Federico Katz, realizó “Anarkos” (basada en el poema de Guillermo Valencia) y “La canción de mi tierra”. Esta última, de nuevo con cantantes conocidos por la radio y el teatro popular, sobrevive fragmentariamente. Si ella es el parámetro para juzgar al cine colombiano de los años cuarenta, el panorama es desolador. Hay que creer caritativamente, que la parte de la cinta que se conservó es la más mala.
Del «Bogotazo» al carcelazo: Camilo Correa
En los años cuarenta y cincuenta la figura más llamativa en la lucha por un cine nacional es la de Camilo Correa, aunque sus luchas y esfuerzos no produjeran sino fracasos. Camilo Correa dedicó mucho tiempo a ver cine y a escribir sobre él, constituyéndose así en pionero de la crítica y en teorizador de lo que debería ser un cine colombiano de identidad, sus posibilidades y sus riesgos. Estas reflexiones son un aporte mucho más apreciable que sus trabajos como director.
Correa fundó dos empresas colombianas de cine: Pelco surgió en Medellín en 1945 con gran estrechez económica y con el alemán Brückner en la nómina como su mejor capital técnico; poco después, Correa se fue a Bogotá, donde fundó Procinal con equipo alquilado de la agonizante Ducrane, la del soñado Hollywood de Sasaima, y con el francés Charles Riou, hombre muy bien capacitado técnicamente. Pelco parece haber trabajado durante un tiempo con buen nivel y aceptación en el campo documental. En Bogotá, Correa y Riou fueron testigos de excepción del 9 de abril de 1948 y fijaron en imágenes los dramáticos eventos de estos días, material que se conserva en parte.
Los sueños de Correa, sin embargo, estaban en Procinal y en la producción a nivel industrial de cine de ficción. Es cierto que el trabajo más regular fue el de un noticiero periódico para los cines, pero la meta seguía siendo los largometrajes. Uno de ellos se rodó en 1947, “Pasión llanera”, dirigido por el chileno Roberto Saa Silva, pero debido a conflictos de origen económico nunca llegó a concluirse.
Correa decidió que la empresa Procinal podía ser continuada en Antioquia y la fórmula de financiación fue la de una sociedad por acciones, que se constituyó en 1950. Lo que siguió fue un calvario de varios años. La empresa apeló al gusto popular por los melodramas e hizo soñar a la gente con historias sentimentales, filmadas en Colombia y con colombianos, al nivel de las películas mexicanas y argentinas. Las campañas produjeron un buen número de accionistas, casi todos antioqueños. La producción de pequeñas películas noticiosas y publicitarias mantuvo la expectativa, pero muy pronto creció la exigencia de ver los primeros largometrajes de ficción. Se inició “Cristales”, con el desorden y el aventurerismo que caracterizaron a Procinal, y no pudo concluirse nunca.
Durante los primeros años de la década de los cincuenta, todos los esfuerzos se concentraban en rescatar del fracaso total a la empresa. Finalmente, con fragmentos de “Cristales”, Correa se lanzó a producir “Colombia linda”, que logró concluir y que fue un fiasco en todos los sentidos. La historia de Procinal es más una historia empresarial que cinematográfica, y la aventura que le costó a su creador permanecer ocho meses en la cárcel acusado de quiebra fraudulenta fue más apasionante en las primeras páginas de los periódicos que en la pantalla. Sin duda alguna, películas como “Bajo el cielo antioqueño” u otros ensayos colombianos de los años veinte, tenían un profesionalismo y un interés mayor que torpezas de los años cuarenta y cincuenta como “La canción de mi tierra” o “Colombia linda”.
El experimento de Procinal en los años cincuenta dio por terminado -hasta los días de Focine- el sueño de crear una estructura industrial para el cine en Antioquia. La única otra figura interesante surgida por los días en que Camilo Correa concluía amargamente sus esfuerzos, fue Enoc Roldan, clásico representante del amateurismo ingenioso. Roldán filmó largometrajes como “El hijo de la choza”, sobre Marco Fidel Suárez, y “Luz en la selva”, sobre la madre Laura Montoya, a comienzos de los sesenta, con una cámara casera de 16 milímetros y en película reversible, con una narración intuitiva y basado en una información técnica más que tenue. Pero más interesante que las películas mismas fue su sistema de distribución y exhibición. Roldán promocionaba y proyectaba él mismo sus cintas en los pueblos, a la manera de los tradicionales vendedores y culebreros. Este sistema primitivo resultó exitoso y le permitió ser, si no el único, uno de los pocos productores y realizadores cinematográficos en Colombia que obtuvieron retribución a su trabajo.
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