Valle del Cauca
El valle del río Cauca
Vistos en altorrelieve, los Andes semejan un descomunal lagarto de plateada cresta. Que de vez en cuando se permite la molicie de algunas regiones planas, no muchas, y que pasado el hercúleo cuello se trifurca como uno de aquellos animales fantásticos del imprevisible Jorge Luis Borges. La cabeza comienza en el nudo de los Pastos, donde nacen las tres cordilleras de Colombia, y donde virtualmente se decreta el divorcio de las aguas de todos los grandes ríos del país.
Entre las cordilleras Central y Occidental, y una vez que se deja atrás la elevada nava donde Popayán levanta sus altas torres y pensamientos, se abre el valle del río Cauca, verde como una esmeralda, cuyo jardín fuera el río que le da su nombre. Sin exageración, estamos ante una de las maravillas de la naturaleza tropical.
A diferencia de los indígenas sufragáneos de los grandes imperios azteca e inca, los naturales de estas tierras obedecían a tantos caciques como eran las tribus. En la parte sur, Calambás y Jamundí mandaban en la llanura; y Petecuy, cruel y valiente, en la cordillera. En la estribación contraria moraban los calimas, orfebres desconcertantes. Siguiendo el curso del río, nuevas tribus y nuevos régulos, hasta llegar a los dominios de un Cid cobrizo, incansable y denodado: Calarcá, comparable a Caupolicán, Cuauhtémoc, Atahualpa o Lautaro. Al frente de sus pijaos dio a los hombres barbados que manejaban el rayo y se desdoblaban en hombre y bestia, una batalla que sólo terminó con la muerte del último guerrero.
Río Cauca abajo otra tribu extremada y rica, la de los indios «armaos» -así bautizados por Jorge Robledo-, combatieron bajo el mando de Pipintá hasta la total extinción. No sin antes haber enterrado su tesoro, tan fabuloso como el que Rumiñahui, Ojo de Piedra, el general de Atahualpa, había sembrado en las montañas ecuatorianas de los Llanganates.
No eran ricos estos indios. Unos eran mansos agricultores, otros mineros, o guerreros por cuenta propia, o mercenarios, que parece que se alquilaban cuando un cacique rico se veía en apuros. Pero las aguas del río Cauca y de otros menores eran próvidas en aluviones de oro y platino. Con la prisa que tuvieron los conquistadores para hacerse con las joyas, no se pararon a indagar de cuáles métodos se valían los indios para convertir el metal en sutiles láminas o casi invisibles alambres. Ni siquiera se sabe si llegaron a fundirlo. No se conocía un combustible capaz de alcanzar las altas temperaturas requeridas. Entonces la fábula, que reemplaza a la historia, inventó zumos de vegetales capaces de ablandar el dorado metal para trabajarlo con las manos o con otros instrumentos más buidos.
El principal medio de intercambio era, desde luego, el oro. Los calimas, noanamaes, piles, tumbas, imbanacos, mariposas y jejenes, trocaban frutos y mantas por pepitas sacadas de los placeres o por joyas, como pectorales, zarcillos, sortijas y «capipuis» que atravesaban sus chatas narices.
No hay noticia alguna que demuestre que adoraban o veneraban a los dioses que formaron las sinfónicas teologías del incario y de los quitos, mayas, olmecas, toltecas, aztecas y demás tribus americanas dueñas de un Olimpo con divinidades coléricas, vengadoras, poderosas o benéficas. Pero la ignorancia que tenemos sobre esto sólo acredita la de los conquistadores, y no la carencia de ideas religiosas entre nuestros indígenas.
Los frutos eran, principalmente, los que daba la tierra. Como cultivos, parece que sólo maíz, y algunos otros cereales. Como la densidad de la población era baja, el suelo abastecía las necesarias mantenencias. Lo propio ocurría con los animales. Se comía la carne que suministraban las animalias de pico y pluma y lo que se pescaba en los ríos con sistemas menos que rudimentarios. Belalcázar, que más que conquistador fue gran fundador y poblador, trajo desde Quito caballos, acémilas, aves domésticas y, según memoria no comprobada, las primeras estacas de caña de azúcar. Por tradición oral se afirmó que en el fundo que poseyó en las tierras que habían sido de los yumbos, nacieron cañamelares que llegaron a ser centenarios. «Como me lo contaron, te lo copio...»
En esto estamos en 1536. De acuerdo con la leyenda negra, la conquista de América sería comparable al «sueño de un tigre». Pero en objetiva justicia no sé cómo se puede pedir la observancia de rigurosos códigos éticos a unos soldados sin disciplina ni escuela, que se lanzaron en pos de una perspectiva desconocida sin más defensa que su brazo, ni más ley que la del más fuerte.
La vida de Sebastián de Belalcázar lo muestra como un hombre sin letras (no sabía firmar y por eso su nombre era Belalcázar o Benalcázar, de conformidad con la grafía que más gustaba al amanuense de turno) pero prudente, de intuiciones geniales y natural bondadoso. Fue hombre sobresaliente durante la conquista del Perú más por la lealtad al ex porquerizo llegado a marqués, don Francisco Pizarro, que por hecho alguno de armas. Por esta virtud de obsecuencia fue enviado a Quito a aplastar la insurgencia de los últimos generales de Atahualpa, el semidiós bastardo. Aplastada la revuelta, no tenía sino dos caminos: regresar al tutelaje despótico de Pizarro o tratar de establecerse por su cuenta. Optó por lo segundo. Fue así como ordenó a Juan de Ampudia y a Pedro de Añasco, sus fieles espalderos, que exploraran el mundo que se extendía más allá de las conocidas lagunas de Cuicocha, Yaguarcocha y San Pablo, que aún rezumaban la sangre vertida en las guerras intestinas que habían debilitado a los aborígenes del imperio que formaron los feroces caras.
Ampudia y Añasco resultaron caminadores. Traspusieron el fértil valle de los quillasingas, donde el Galeras brama las cóleras de un cíclope vencido, pasaron de largo por los ardientes arenales de los patías, se complacieron con la vegetal sonrisa de los fundos de la gentil Pubenza, y después de recoger un buen porqué de oro, dado o robado a los quilichaos que vivían al pie de un cerro llamado Munchique -montaña de oro-, dieron combate a los jamundíes, que eran gente mansueta, pero que se defendieron con flechas y macanas contra las espingardas y alabardas. Luego los españoles llegaron a un cabezo sito en el piedemonte donde el río Jamundí se hace adulto, y dispusieron la primera fundación. Destinada a morir en la cuna, pues el Lunes Santo de 1536, Petecuy dio allí su primera batalla.
Posteriormente, parece que Cali fue trasladada, por momentáneas razones de estrategia, a una de las estribaciones de la cordillera Occidental, para encontrar al fin su asiento definitivo. Similares vicisitudes acontecen con la fundación de Buga, de Cartago, y de la que fue Ansermanuevo. En muchos casos, las necesidades guerreras se impusieron en la nueva América sobre la lógica geográfica y económica.
Exterminados los indios y reducidos a servidumbre -la conquista había sido cuestión de pocas décadas-, comienza su labor el mestizaje. Es verdad que ya habían venido de España familias de mayor prestancia que las iniciales, en busca de la anunciada redención económica que las liberara de la deprimente condición de hidalgos pobres. Entonces nos encontramos con varios de los apellidos que iban a hacer la historia. Caicedos, Cabales, Baronas, Boteros, Ortices, Azcárates, Escobares, Herreras, Tascones... Pero las mujeres blancas no daban abasto. Las indiecitas núbiles, hijas, nietas y bisnietas de las que acompañaban a las cacicas, entran a servir en las casas de hacienda o en las modestas pero pretenciosas moradías ciudadanas, o se establecen en menesteres de artesanía. Como la mujer del pueblo ha solido servir para todo, insurge el mestizo de blanco y de india, que salvo en algunas de las regiones de que me vengo ocupando, dura poco, pues está a punto de recibir un aluvión impetuoso: el negro.
¿Desde cuándo se oyeron los nostálgicos cantos africanos, y rebrilló en la noche la dentadura del negro al danzar sus bailes lúbricos? La fecha exacta no se conoce, puesto que los señores de estancia o minería los adquirieron de segunda mano en el mercado de Cartagena de Indias. El auge de la minería y el cultivo de la caña de azúcar aparecen como las causas de la importación de este tercer factor étnico. El indio que había sido un minero consumado, tanto en veta como en aluvión, estaba extenuado como factor económico apreciable. La frustración de la conquista, el alcoholismo y la desnutrición lo habían hecho melancólico y estático. Empujado por esas urgencias fue traído al valle del río Cauca -como estaba ocurriendo en toda América- el esclavo africano.
A mediados del siglo XVI se inicia el cultivo sistemático de la caña de azúcar. Pedro de Atienza, un español bragado, es su primer industrial. La milagrosa gramínea había sido transportada en viveros especiales, construidos en la sentina de las carabelas, desde la Gran Canaria hasta Santo Domingo. En la isla se dio con un furor genésico irresistible. De este modo esos cañaduzales vinieron a ser los abuelos de los que hoy presentan sus armas a los vientos de toda la zona tropical. El citado Pedro de Atienza fue el primer testigo de un milagro agrícola, cuando comprobó que en este valle la gramínea producía durante todo el año, sin que fuera necesario limitarse a las periódicas zafras. Con ese argumento parece que convenció a los estancieros que no querían salir del cultivo del maíz, el cacao o el plátano; o de la ganadería, que había sido impulsada por Belalcázar.
El vasco Gregorio de Astigarreta tampoco se andaba por las ramas. A finales del siglo XVI compró fundos en el río Amaime, con impresionante intuición, y los sembró de caña de azúcar. Trajo de España a Juan Francisco, Pedro Miranda y Rafael Guerra, quienes parece que habían sido cultivadores de cañamelares en Granada y las islas Canarias, para que dirigiesen sus fundos. Al vizcarrieta y su hijo se unieron los hermanos Andrés y Lázaro Cobo, y poco a poco se fue extendiendo la mancha de los cañaduzales por toda la planicie.
Al rey Carlos III se le deben algunas cosas buenas, pero otras fatales. Entre las primeras la posibilidad de que se conociera en sus dominios americanos la obra de los escritores ingleses y gabachos que iba a alebrestar el magín de los criollos. Y entre las segundas, la popularización del aguardiente de caña como bebida nacional:
El aguardiente de caña,
Nacido de grandes matas,
Que hasta el hombre más cabal,
Hace andar en cuatro patas.
En efecto, Carlos III, con su política proteccionista, impidió que en América se cultivaran vides. De este modo detuvo el desarrollo de la actividad vitivinícola y forzó a sus súbditos tropicales del nuevo continente al consumo del jugo de la caña, ya en forma de guarapo, ya de aguardiente.
¿Cómo son los actuales habitantes de estos valles? Variopintos sería la respuesta, si se usara el calificativo hispánico. Aquí se afirmaron familias procedentes de todas las regiones de España. En el Alto Cauca, principalmente castellanos y andaluces, sin que faltaran los santanderinos, murcianos y levantinos. En la vieja Antioquia, que dio su ser racial al norte del Valle del Cauca, Risaralda y Caldas, y a la parte correspondiente a sí misma, el principal ingrediente fueron los vascos, que allí trajeron su laboriosidad e inventiva. Y en todas partes, ramalazos de sefardíes que vinieron a América ya mezclados con la linfa de la sangre cristiana.
La raza blanca, que se conserva relativamente pura en algunos tipos humanos, pero también pringada de mestizaje con indio y negro, y con mulato, acusa la misma morfología ibérica pero con las características que lo típico impone.
Porque el paisaje ha conformado al hombre, haciéndolo a su imagen y semejanza. No son, no podrían ser, los españoles americanos, así no se hubieran mezclado con los indios y los negros en todas las proporciones imaginables, similares del todo a los conquistadores y pobladores que vinieron de la península. Si la zona templada y fría del nuevo continente ha producido tantas modificaciones en el ser humano, como es muy fácil observar en los Estados Unidos y Canadá, respecto a los anglosajones, franceses y demás pueblos que allí recalaron, en Chile con los vascos y en la Argentina con su babélica demografía, la mutación se hace mucho más notoria cuando de la zona tórrida se trata. Aquí el hombre y el mismo clima se tienen que ver la cara todos los días. y como es apenas natural, el segundo cerca y envuelve al primero hasta hacerlo suyo. No se trata de fatalismos geográficos, sino de simples leyes biológicas. Hay un verbo folclórico, reñido desde luego con las academias, que aquí significa ese fenómeno. Lo inventó Juan Pueblo, que es el más docto lexicógrafo. Me refiero a «platanizar». Así se denomina, precisamente en los valles que estoy tratando de evocar, a la acción del paisaje sobre los seres organizados. En las regiones mineras y ganaderas fue muy frecuente este caso con pobladores ingleses. Al llegar conservaban las costumbres de sus islas remotas, el estricto atuendo, la rígida mentalidad puritana, los hábitos milenarios. Se cuenta de algunos, extraviados en los ríos auríferos sin más compañía que la peonada negra, que en las últimas horas de la tarde interrumpían la tarea, se afeitaban, tomaban un baño, vestían esmoquin y se entregaban al discutible placer gastronómico del té ritual, en una mesa desprovista de contertulios. De la misma manera cenaban. Así lo hicieron durante varios años, al cabo de los cuales ya no se afeitaban, ni tomaban el té, sino café cerrero aguijado por aguardiente de caña. Sus hijos ya habían cambiado la grafía original del apellido adaptándola a la pronunciación de los nativos. Y habían trocado el yantar isleño por mantenencias de la tierra. Muchos de ellos no se molestaban por «encargar» una esposa, y ni siquiera por buscarla entre el blancaje de las ciudades. Simplemente optaban por seducir a una o varias doncellas de color de las que hacían sus compañeras para el lecho y para las tareas cotidianas. Los descendientes, ya irremediablemente mestizos, exhibían de pronto un recuerdo del abuelo en los ojos o en el color de los cabellos. Pero nada más. El trópico los había hecho suyos.
Pero aun en las familias que pretenden haberse conservado puras se acusa a las claras la presencia de la América tropical. El color, por lo general, es moreno o aperlado. El rubio se da sólo en los descendientes de vascos, castellanos o gallegos afincados en las vertientes. En los ojos, profundamente oscuros, es muy fácil advertir el recuerdo morisco. Como en el talle cenceño que sólo se deforma por la mala virtud de las dietas farináceas. En cuanto a la mentalidad, continúa siendo aguda, pero muy dada a la filosofía cifrada en los versos del mayor de los Machado:
Que las olas me traigan,
que las olas me lleven,
y que jamás me obliguen
el camino a elegir.
Por eso la actividad primordial de los primeros criollos fue la ganadería, que es oficio lírico en el que el animal lo hace casi todo. Y la minería, que es labor dura pero que lleva el acicate del azar.
De todas maneras el habitante actual de estos ardientes valles es el producto, no diría de la decantación, sino de la mezcla vertiginosa e inestable de todos los tipos raciales que se pueda concebir dentro de lo indígena, hispánico y negroide. Y al decir hispánico, insisto en que a nosotros vino, además del vasco y el castellano, un tipo de hombre español que había convivido ocho siglos con los moros y más de otros tantos con aquellos que escogieron, cuando la diáspora, la península como puerto. Como resulta apenas natural, es imposible creer que de las mezclas y combinaciones de tantos elementos disímiles pudiera aparecer un tipo homogéneo. Somos tan varios como nuestro paisaje y como las razas sobre las cuales él ha influido continuamente.
Los colonizadores españoles primero, y la generación posterior a la emancipación después, obrando bajo los dictados de la economía, rompieron la perspectiva marina del valle del río Cauca, llenándolo de ciudades, pueblos, aldeas y caseríos. A esta comarca se la ha llamado país de ciudades, a cambio de una gran concentración demográfica en una sola metrópoli, como ocurre en casi todas las provincias del país, aquí la población se dispersó en multitud de centros, que han adquirido su propio autónomo desarrollo. Cali, Palmira, Buga, Tuluá, Sevilla, Cartago, Puerto Tejada... y al lado de ellas, concentraciones importantísimas por los núcleos humanos que las habitan y por la feracidad de los frutos que cultivan, tal el caso de Guacarí, Cerrito, Ginebra, Caicedonia, Zarzal, Jamundí, Pradera, Darién, Restrepo y las cabeceras de las cordilleras donde se cultiva café suavísimo; y en el Bajo Cauca, Urrao, Frontino, Ituango, Caucasia, etcétera.
Pero no nos adelantemos demasiado que el de estas historias es camino culebrero. Volvamos por donde veníamos. La historia de Cali como la de todas las ciudades de Colombia, y podría decir yo de la América Latina, es un movimiento musical de tiempos iniciales lentísimos, que desembocan en «andantes» y «agitados». Durante más de cuatro siglos, en algunas de ellas anduvo la historia a paso tardo, para de enfrenarse posteriormente. Midiendo el fenómeno por la demografía y la economía, se encuentran cifras que dan vértigo.
El 25 de julio de 1536, el capitán Miguel López Muñoz funda Cali por orden del adelantado Sebastián Moyano de Belalcázar. Ese día el fraile mercedario fray Santos de Añasco reza la primera misa. Su nacimiento tiene pretensiones de plaza fuerte o de oasis o tambo mayor en los caminos que vienen desde el sur y en los que van -aún eran incógnitos- al mar Pacífico. De aquel hecho sólo cabe admirar la certeza de los fundadores que escogieron un sitio paradisíaco, cruzado por un río cantarino, a cinco leguas del gran Cauca, padre de esta llanura, y en el límite de ella con la montaña. El origen de su nombre lo dejaron los historiadores y filólogos, después de mellarse en él los dientes, a la anécdota. Para unos es una corrupción fonética de Lili, palabra con que los aborígenes designaban un arroyo, «aprendiz de río», de los alrededores. Y para otros, venía desde Quito en las alforjas de Belalcázar. En efecto, muy cerca de Quito, aún demora un poblado llamado Calacalí, existente ya en tiempos de la conquista. Los de más allá piensan que alguno de los barbudos fundadores tenía pretensiones de erudito y quiso hacer memoria de Kalí, la diosa de la venganza de las mitologías orientales. Ciertos críticos más reales escogen una explicación menos enrevesada. La de la cal. En estas tierras, sobre todo en las vecinas del norte, abunda el óxido de calcio con el que, en Andalucía principalmente, se enjalbegan las paredes. De allí que la ciudad fundada tuviera un bautizo mineral. En fin...
Finando el siglo XVI, la Cali todavía aldeana y recatada, se estremece por el suicidio de Margarita Hernández, una dama de compañía, mestiza pero bella, o bella por mestiza, la cual se quitó la vida por penas de amor y desamor... «Ingirió solimán y fue a pudrir tierra», dice un cronista con descarnada exactitud.
Al siglo de fundada Santiago de Cali, que así fue llamada para continuar la ruta jacobea en América, comprendía sólo veinte manzanas trazadas en cuadrícula en torno a la iglesia mayor que tenía, no obstante su techo pajizo, pretensiones de catedral. La habitaban algunas familias españolas, poseedoras de los fundos ganaderos de los alrededores, y los artesanos inducidos por las faenas pastoriles. A más de unos pocos frailes y monjas, de los maestros de escuela, del boticario que fungía de médico y sacamuelas, del justicia mayor y de los alguaciles.
En 1580 la crónica se perfuma de quereme, olorosa flor rústica que crece en las montañas de Cabá, donde fray Miguel de Soto descubrió una imagen de la Virgen María y su Hijo, esculpida sobre una roca. El Niño lleva en la mano el fruto del chontaduro. Fue traída a Cali y después de algunas «fugas», la imagen aceptó allí su avecinamiento cuando se le erigió un altar que tenía por fondo un lienzo donde un artista de brocha gorda había tratado de imitar los riscos de la montaña nativa.
El 20 de febrero de 1743, como consecuencia de una pugna lugareña entre don Gaspar Soto y Zorrilla y el alférez real, don Nicolás de Cayzedo, se presentó un motín o poblada en cuyo agrio desarrollo se oyeron los primeros denuestos contra la autoridad de la metrópoli. Pero todo terminó, como era de costumbre, con el apaciguamiento venido de lo alto. Se sacó la custodia al atrio de la catedral, ya entonces de adobe, y ante ella hincaron las rodillas el blancaje y los pecheros. Las represalias, como en el caso de los comuneros del Socorro, vinieron después.
Más al norte, en la hidalga ciudad de Guadalajara de Buga, una humilde lavandera pescó, al caer una tarde de fatigosa labor, un pequeño crucificado. El cual «creció» hasta adquirir sus actuales formas laceradas, en cuanto los hidalgos y pastores le erigieron una capilla pajiza. Luego vinieron los proclamados prodigios. Así vino a habitar en estos valles la imagen del Milagroso de Buga.
La Colonia tejió y destejió su pálido cañamazo, sin suceso alguno memorable, hasta 1810. Fue entonces cuando Santiago de Cali, anticipándose a otros pronunciamientos, dio el grito de autonomía el 3 de julio de ese mismo año. En la campaña libertadora cayeron bajo la real justicia, concretada en las balas que les rompieron el pecho en la ciudad de Pasto, los dos varones más representativos de estas comarcas: Joaquín de Cayzedo y Cuero y José María Cabal. Bellos y gallardos como semidioses, habían abandonado preeminencias para cortejar la muerte. Su dama no fue infiel a la cita.
Durante la guerra de independencia, las levas patriotas se llevaron el mocerío. Lo más granado de la juventud participó en sus campañas. En las acciones de Bajo Palacé, Tacines, Bomboná, Pichincha, Junín y Ayacucho, se vio, como en un friso heroico, el tostado perfil de esos guerreros.
Obtenida la autonomía política se torna a la labor pastoril. Arriba entonces un sefardí, nacido en Jamaica y hecho ciudadano de la Nueva Granada por medio de carta de naturaleza firmada por el propio Libertador: Jorge Enrique Isaacs, un caballero sin miedo y sin tacha. Don Jorge Enrique no conoció la fortuna en sus empresas agrícolas. Con penetrante mirada de visionario intuyó la riqueza de la industria azucarera. Pero correspondió a su hijo Jorge cosechar en frutos de gloria y de dolor el mejor producto de lo que la estirpe había sembrado en la pródiga tierra. Así nació la novela María, la obra perdurable del romanticismo en América. El sitio donde transcurrió el ingenuo idilio que narra la novela está ubicado en uno de los parajes más hermosos que pueden ver ojos humanos y es aún, y lo será siempre, sitio de peregrinaje de las gentes que todavía llevan corazón.
Posterior a María, un maestro de letras humanas llamado Eustaquio Palacios recoge en El alférez real la sencilla crónica lugareña del amor de doña Inés de Lara, dama de antiguos linajes, con un muchacho al parecer nacido de artesanos y huertanos. El cual termina siendo pariente del propio alférez real quien bendice con su mano, constelada de anillos, aquel amor. Esas dos novelas presiden la tradición de la comarca.
No nos detendremos en episodios que fueron de gran trascendencia para estas tierras, como la construcción de los primeros ferrocarriles, la roturación de las iniciales carreteras, la imposición de la agricultura mecanizada, la mejoría de los cultivos gracias a nuevas técnicas y a mejores semillas, la apertura de una autopista hasta el Pacífico. Pero sí debemos mencionar que aquellas obras pioneras y el actual desarrollo no surgieron por generación espontánea. Es la obra de hombres como Belalcázar, Cayzedo y Cuero, José María Cabal, Jorge Isaacs, Eustaquio Palacios y otros muchos que sería interminable enumerar. A ellos, a las universidades, a las academias de Bellas Artes y a la multitud de institutos, colegios y escuelas deben los vallecaucanos lo que están siendo.
Aquí han reventado las razas básicas y el mestizaje ha producido flores de humana hermosura. Así, la mujer de estos valles resume razas y clima, hasta el punto de cifrar a toda la tierra colombiana, como la Catleya aurea, la flor nacional; como ella, es airosa, suave y dorada, y recata el total aroma y la dulzura de la patria.
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