Guerra Fría: Concepto
En 1947 Walter Lippmann, célebre periodista norteamericano, publicó un libro titulado La guerra fría: un estudio de la política exterior de Estados Unidos. Aunque no fuera el creador del término “guerra fría”, Lippmann colaboró en divulgarlo hasta tal punto que se ha convertido en un concepto clave para referirse a las relaciones internacionales desde 1947 hasta la década de los noventa. Pocos meses antes el británico Winston Churchill había utilizado otro término que igualmente llegó a conseguir una triste celebridad: “el telón de acero”, es decir, la línea que tras la II Guerra Mundial iba a separar dos bloques antagónicos, el este y el oeste, bajo la dirección, respectivamente, de la Unión Soviética y de Estados Unidos.
Aunque era un estado de tensión permanente, la guerra fría evitó la confrontación generalizada. Los casos de tensión extrema siempre se resolvieron por medio de conflictos localizados, desarrollados en espacios más o menos lejanos de los centros neurálgicos de las dos superpotencias. La tensión permanente puso en marcha unas estrategias de acoso continuo al contrario que incorporaban la amenaza militar constante —tanto convencional como nuclear—, la confrontación ideológica y la guerra económica. La guerra fría fue algo más que una cuestión que afectase a las relaciones internacionales de los últimos cincuenta años: alteró profundamente el tejido social, económico y político del conjunto de países que forman la sociedad internacional. Igualmente, alteró la psicología colectiva de los pueblos, atemorizados por el miedo permanente a la guerra nuclear y el odio al enemigo como último elemento de legitimación de esta política bipolar. Así lo señalaba E. P. Thompson en su libro Protesta y sobrevive.
La guerra fría significó una organización de las relaciones internacionales y unas reglas del juego establecidas desde Washington y Moscú. Organización hecha añicos en la década de los noventa y que todavía busca nuevas alternativas. Siguiendo una cronología tradicional, cabe diferenciar tres etapas en la evolución de la guerra fría. Un primer periodo, de “máxima tensión”, abarcaría desde 1947 hasta 1953 con dos escenarios principales, pero no únicos: la crisis de Berlín, en 1947, y la guerra de Corea entre 1950 y 1953. El fin del monopolio nuclear por parte de Estados Unidos, la muerte de Stalin y la subida de Dwight D. Eisenhower al poder abrieron el segundo periodo, que se extiende hasta el final de los años setenta, periodo denominado de “coexistencia pacífica”, en el que las reglas del juego entre Moscú y Washington aparecen claramente fijadas y la negociación comienza a hacerse posible. Pero todo ello está salpicado por conflictos de máxima intensidad, como la crisis de los misiles cubanos en 1962 y la guerra de Vietnam, cuya máxima extensión se produjo entre 1968 y 1975. La subida de Reagan a la presidencia de Estados Unidos trajo consigo el “último rebrote” de la guerra fría. La ascensión de Mijaíl Gorbachov al poder en la URSS, en 1985, y la posterior disolución del bloque socialista significaron el final de la guerra fría.
Más allá de la política internacional, la guerra fría se convirtió también en una cuestión de política interior. En algunos países el esquema bipolar se trasladó al escenario nacional. Esta situación fue más intensa en los países situados en las zonas de confluencia de los dos bloques. Por ejemplo, los partidos comunistas de la Europa occidental nunca pudieron acceder al gobierno, aunque sus resultados electorales fueran elevados; el caso italiano sirve de paradigma. Las disidencias eran duramente reprimidas o, según las situaciones, marginadas. En la Europa oriental la guerra fría evitó las vías nacionales hacia el socialismo y, además, ayudó a consolidar la nomenklatura soviética a costa de la represión de revueltas como las de Polonia y Hungría en 1956 o la checoslovaca de 1968. También fueron combatidas las disidencias en Estados Unidos: la “caza de brujas” llevada adelante por el senador McCarthy, a principios de los años cincuenta, es demostrativa de tal situación.
Después de la ll Guerra Mundial surgieron dos grandes naciones hegemónicas, Estados Unidos y la URSS.
Cualquier instrumento era válido para sostener a gobiernos afines: presiones políticas, ayuda militar, asistencia técnica, subvenciones económicas, hasta llegar al grado último bajo la forma de intervención directa, bien provocando golpes de Estado o invasiones militares. El rosario de estas prácticas sería interminable de enumerar. Basten como ejemplo el derrocamiento de la experiencia reformista de Salvador Allende en Chile en 1973, la caída de Sukarno en Indonesia en 1965 o las intervenciones militares soviéticas en Angola y Mozambique, además de los casos extremos de Vietnam y Afganistán.
La guerra fría también ofrece una perspectiva económica. Ya hemos señalado que la consolidación de los dos bloques estableció unos lazos económicos que en Occidente significaron la consolidación del sistema capitalista y en el bloque del este la del socialismo estalinista. Aquí se trata de hacer mención de la importancia de la industria armamentística en el entramado económico mundial. La situación de alarma permanente provocó que las exportaciones de armamento se convirtieran en un negocio de suma importancia para los países desarrollados. Los gastos militares se incrementaron continuamente en todas partes, y suponían cada vez un mayor porcentaje del Producto Interior Bruto. La carrera de armamentos tuvo unas consecuencias especialmente nocivas para el Tercer Mundo. Mientras los países más ricos podían mantener perfectamente un elevado gasto militar y un alto nivel de vida —“cañones y mantequilla”—, los países pobres sustituían inversiones para el desarrollo y gasto social por gastos militares. Todo ello generó una espiral que ayudó a incrementar el descontento social en amplias áreas del planeta, el cual rápidamente era interpretado dentro de la lógica de la guerra fría.
En el ámbito del pensamiento y la cultura la guerra fría también causó estragos. Cualquier oposición, disidencia o reinterpretación fuera de los cauces oficiales fue considerada como una infiltración alentada por el enemigo. Ser tachado como “agente de Moscú” o del “imperialismo norteamericano” se convirtió en norma, más allá de los movimientos u operaciones orquestadas desde Moscú y Washington.
Un ejemplo convincente nos lo ofrece el nacimiento de las corrientes pacifistas alternativas o verdes en Europa occidental, cuyos orígenes respondían a demandas sociales, sobre todo determinadas por el miedo nuclear. Estados Unidos siempre vio la mano de Moscú detrás de estos movimientos. Es cierto que Moscú veía con simpatía dichos movimientos de resistencia, porque se producían en el bloque enemigo, aunque no los tolerase en el suyo. No hay que olvidar que la URSS legitimaba la existencia del bloque socialista como garante de la paz y del derecho de los débiles frente a la agresión del “imperialismo yanqui”. Por el contrario, los movimientos por los derechos civiles en los países del este de Europa —cuyo máximo exponente puede ser la Carta 77 tras la primavera de Praga de 1968— fueron valorados desde Moscú como meras expresiones de operaciones encubiertas de la Central de Inteligencia norteamericana (CIA), aunque también respondieron a demandas sociales. En Europa oriental, Estados Unidos se presentaba como el defensor del mundo libre.
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