La gran depresión
La caída de la Bolsa de Nueva York en 1929 fue el punto de partida de una gran crisis económica mundial que marcó la década de los años treinta. Fue la crisis de mayor trascendencia en el sistema capitalista, pues afectó a todos los países, a todos los sectores económicos, a todas las clases sociales.
Su intensidad fue de tal magnitud que provocó una profunda transformación en el sistema capitalista. La catástrofe no sólo adquirió dimensiones económicas y sociales, sino también emocionales e ideológicas, y desintegró la confianza en el modelo de la prosperidad americana. Además, la depresión agravó la crisis del Estado liberal y favoreció el ascenso del nazismo, que condujo a la Segunda Guerra Mundial.
Signos precursores de la crisis
Tras la apariencia de notable prosperidad se encontraban ciertos aspectos negativos para la economía, los cuales no habían sido percibidos por el gobierno ni por la entusiasmada sociedad urbana, o bien se consideraron de escasa importancia.
Antecedentes de la Gran Depresión
Los primeros años de la posguerra estuvieron marcados por la lenta recuperación económica. Una caída en los precios de los productos industriales en 1920 aumentó el desempleo y obligó a algunos gobiernos a tomar medidas proteccionistas. En Gran Bretaña se firmó la Ley de salvaguarda de las industrias, y la Ley de importaciones en 1921; por su parte, Estados Unidos aumentó los aranceles mediante la tarifa Fordney-McCumber en 1922. Estas medidas restringieron el comercio internacional y ocasionaron una sobreproducción industrial, pues el mercado no absorbía toda la demanda.
Hacia 1924 el crecimiento económico se restableció, y Estados Unidos aumentó la producción y los créditos destinados al consumo, para fomentar la demanda interna. Sin embargo, muchos de estos créditos incrementaron la especulación financiera, pues las personas y las empresas prefirieron comprar acciones en la Bolsa, en busca de altos rendimientos, en lugar de invertir en actividades productivas.
La situación financiera
La crisis económica de los tiempos de guerra y la subsecuente situación de posguerra crearon ciertas condiciones desfavorables para la economía estadounidense. Al convertirse en país acreedor de una Europa en guerra que entra después en un dificultoso periodo de reconstrucción, Estados Unidos enfrentó el riesgo de que sus deudores no pudieran cubrir el pago de los empréstitos; además, los enormes gastos de guerra habían obligado a los gobiernos de los países beligerantes a decretar la circulación forzosa de moneda sin apoyarla en el patrón oro -que era la unidad común en el ámbito internacional- y sin que se respetara la paridad con la moneda estadounidense, la cual seguía manteniendo su libre poder de cambio. Cuando terminó la contienda, no les fue posible volver a la normalidad ni siquiera a los países europeos que tenían reservas en oro, porque las monedas siguieron siendo débiles y sufrieron constantes devaluaciones.
Por lo tanto, a pesar de que la guerra fue un gran factor de desarrollo económico para Estados Unidos, las difíciles condiciones de los países capitalistas europeos crearon una "enfermedad monetaria" que volvió muy frágil al sistema internacional de cambio. Además, esa fragilidad se agravaba por la abundancia de los llamados capitales flotantes, cantidades de dinero que, ante la incertidumbre monetaria, eran depositadas por sus poseedores a corto plazo en los bancos de países considerados más seguros en aquellos momentos, como en el caso de la banca estadounidense; pero ocurría que, al darse una rápida retirada de esos capitales, se ponía en serio peligro la estabilidad financiera de las naciones donde habían sido depositados.
A esta crisis de la moneda y del intercambio internacional se agregaba un factor interno: la costumbre generalizada hacia 1928, dada la confianza que brindaba la manifiesta prosperidad, de pedir dinero prestado a largo plazo para invertirlo en la compra de acciones de la Bolsa de Valores. Dicha práctica atrajo a bancos e instituciones comerciales que destinaron todo o gran parte de su dinero circulante a especulaciones de este tipo, sin darse cuenta del peligro que esto representaba hasta que se vieron en la necesidad -que muchos no pudieron satisfacer- de retirar su dinero de la Bolsa de Valores cuando ésta ya no ofrecía seguridad. En forma similar, se fueron haciendo comunes las ventas a crédito por un desordenado afán consumista de adquirir los novedosos artículos que se ofrecían en el mercado para dar satisfacción a las necesidades creadas por las presiones sociales de estatus de las nuevas clases medias en ascenso.
La crisis agraria
La agricultura pasó por dificultades en casi todo el mundo a lo largo de los años veinte. Durante la guerra se redujo considerablemente la producción de trigo en Europa, con el consecuente aumento en el precio mundial de este cereal. Esa coyuntura fue aprovechada por los campesinos de otros países, como Estados Unidos y Canadá, quienes pidieron dinero prestado para iniciar el cultivo de nuevos campos. Ahora bien, al terminar la guerra, además de que los nuevos avances tecnológicos mejoraron la productividad, la producción europea recuperó su nivel anterior en poco tiempo y esto dio como resultado que la producción de trigo excediera en gran medida la demanda hundiendo el precio del cereal en el mercado internacional. Los terrenos recién adquiridos perdieron valor y los pequeños agricultores tuvieron que malvender sus campos y emigrar a las ciudades. Los mismos problemas de sobreproducción afectaron también a otros cultivos como algodón, cacao, café, azúcar y maíz.
El sector industrial
La producción industrial, que experimentaba un gran crecimiento, presentaba también aspectos negativos. Las ramas más modernas (electricidad, petróleo, automóviles o productos químicos) tenían un ritmo de producción creciente, mientras que en las más tradicionales (textiles y metalurgia) el crecimiento era moderado; en particular, la industria del algodón sufrió el impacto de los altibajos del mercado internacional, a lo que se agregaba el hecho de que este producto empezaba a ser desplazado por las nuevas fibras sintéticas. Además de la rama textil, otras dos industrias fundamentales se encontraban en crisis: la ferroviaria, afectada por la competencia del automóvil y los autotransportes, y la del carbón, perjudicada por la desmedida explotación de nuevas minas.
Otro aspecto importante era la gran diferencia entre los precios de los productos industriales y los precios agrícolas, pues los primeros aumentaban mientras que los segundos bajaban constantemente afectando a la numerosa clase campesina, que se veía obligada a comprar más caros los artículos manufacturados sin que pudiera obtener un precio satisfactorio por sus productos.
En conclusión, a finales de los años veinte la situación económica de Estados Unidos era delicada y se encontraba al borde del colapso, puesto que el aparente auge se había originado en la repentina demanda de artículos de una sociedad consumista en formación cuya capacidad adquisitiva no estaba todavía consolidada y, por lo mismo, llevaba el riesgo de verse limitada si los salarios no se elevaban en la misma proporción que los precios. Por otra parte, las ganancias que los grandes capitalistas acumularon en función de este mecanismo se estaban dedicando a la especulación bursátil en lugar de utilizarse en la creación de nuevas empresas.
Comienzo de la crisis, el crack de la Bolsa de Valores
Desde los primeros meses del año de 1929 se venía notando cierta tendencia a la baja en algunos productos importantes, como el cobre y el acero, y en ciertas actividades industriales, pero la inmensa mayoría de los economistas estadounidenses seguía mostrándose optimista ante la sorprendente prosperidad, sin percibir el peligro que representaban esos síntomas en la coyuntura general de la economía.
A finales de los años veinte, la economía estadounidense presentaba altos niveles de especulación financiera que no tenían respaldo en la economía real o productiva, por esto cuando se presentaron fuertes bajas en la Bolsa, el pánico se apoderó de los pequeños inversionistas, ante el riesgo de perder sus inversiones. Para salvaguardar algo, todos querían vender sus acciones, así fuera con perdida. Esto hizo que el valor nominal de las acciones bajara.
El precario equilibrio entre la bolsa y la realidad económica provocó el hundimiento de los valores de las acciones de la Bolsa de Nueva York. La crisis sobrevino con el desplome de las cotizaciones, originado en la Bolsa de Valores de Nueva York. El 24 de octubre de 1929, llamado jueves negro, se puso a la venta un número excesivamente alto de acciones, ante una demanda insignificante. Las acciones bajaron de precio y una ola de pánico invadió a los inversores, que empezaron a vender y, por tanto, la cotización de las acciones descendió en picado, seguido por días de verdadero pánico que provocaron una caída de la bolsa que habría de continuar durante varios años. La oferta se incrementó hasta casi los 13 millones de acciones frente a una demanda prácticamente nula; en los dos días siguientes las peticiones de venta se elevaron a 9 millones 250 mil y 16 millones de títulos, respectivamente, sin que pudiera evitarse la caída, provocando la quiebra de miles de inversionistas.
El desplome de las acciones duró varios años y, entre 1929 y 1932, el monto total del capital negociado en la Bolsa de Valores de Nueva York disminuyó en 74 mil millones de dólares. Lo ocurrido en octubre de 1929, se recuerda como el “Crack” de la Bolsa de Nueva York.
De la crisis bursátil a la crisis económica
La crisis bursátil so extendió pronto a todos los sectores de la economía americana, dando lugar a un círculo vicioso que originó una profunda depresión.
Crisis financiera. Tras la bancarrota bursátil vino la crisis bancaria originada por el temor de quienes, al no poder vender sus acciones, retiraban de inmediato sus depósitos de los bancos. En las ventanillas se produjo una verdadera avalancha de gente presa del pánico. Durante los primeros días los bancos se dedicaron a reembolsar sus depósitos a los poseedores de títulos hasta que la falta de dinero obligó al cierre, lo cual dio como resultado la quiebra total. Este crack es solo un momento dramático de una crisis prolongada. En 1929, en los Estados Unidos, quebraron 642 bancos, en 1930 fueron 1345, 2298 en 1931 y 1456 en 1932.
La no devolución de préstamos por los inversores arruinados provocó la quiebra del sistema bancario y, al mismo tiempo, quiebras empresariales en cadena por falta de financiación. La falta de liquidez (posibilidad de convertir un activo, es decir, bienes no monetarios, en dinero, sin ninguna pérdida en la conversión) afectó al consumo y a las inversiones, y tuvo como consecuencia inmediata la caída de la producción.
Crisis industrial y comercial. El desastre bursátil y bancario repercutió de inmediato en los sectores comercial e industrial. Las quiebras de empresas se multiplicaban día tras día y la crisis se generalizó hasta paralizar las actividades, La reducción de la demanda aceleró el descenso de los precios, lo que provocó la disminución de beneficios y, por tanto, una contracción de la actividad empresarial. Esta situación incrementó la tasa de paro que, junto con la bajada de salarios, contrajo, a su vez, la capacidad de compra. Como consecuencia, aumentaron los stocks y se redujo más la producción industrial.
Crisis agrícola. La caída de los precios afectó con más virulencia a la agricultura, sector que vivía una crisis de sobreproducción desde 1925.
Lo más dramático de la situación fue la manera en que se vieron afectadas las grandes masas de trabajadores, abatidos por el rápido aumento del desempleo. Ya en 1925 había un millón y medio de norteamericanos sin empleo. En 1930 eran cinco millones, en 1932, trece, y llegaron a ser quince millones. La vida de uno de cada cuatro trabajadores se arruinaba por la falta de trabajo. En algunos estados de la Unión Americana la mitad de la población subsistía gracias al reparto de víveres realizado por el gobierno.
Como consecuencia de esta crisis surgió el fenómeno del subconsumo porque, como es natural, no sólo la población desempleada sino también los empresarios en quiebra dejaron de adquirir aquellos artículos que no fueran de rigurosa necesidad. Así, grandes cantidades de mercancías quedaron depositadas en los almacenes creados durante los días de prosperidad. Pero no se trataba únicamente de dejar de comprar, sino que tampoco podrían ser cubiertos los pagos de las compras a crédito hechas con anterioridad.
Las consecuencias sociales y políticas
Las consecuencias sociales fueron devastadoras a escala mundial. El descenso de los salarios y el desempleo fueron fenómenos generalizados. Buena parte de la clase obrera y los campesinos sufrió la miseria y la indigencia, mientras que las clases medias (funcionarios, profesionales liberales, pequeños empresarios, etc.) iniciaron un proceso de proletarización.
Las marchas del hambre se sucedían en Estados Unidos y Europa. En Norteamérica se contabilizaba más de un millón de personas sin hogar, hacinadas en barracas (ciudades de lata) en los extrarradios urbanos. Las desigualdades sociales se acentuaron, ya que la diferencia de nivel de vida entre ricos y pobres era cada vez mayor.
Aunque hubo una respuesta social (manifestaciones, huelgas...), también se dio una fuerte represión patronal y gubernamental, ante el temor a los ideales comunistas (peligro rojo). Esta situación, unida a la desconfianza en las soluciones que pretendían aportar los sindicatos, explica en parte que la contestación social quedase dispersa y no diese lugar a un verdadero movimiento revolucionario.
Primeros intentos de solución a la crisis
Las reacciones del presidente republicano Herbert Hoover ante la crisis fueron mínimas, al margen de sus palabras esperanzadoras de que todo se solucionaría pronto y bien. Fiel a la política tradicional del liberalismo económico, Hoover sostenía la creencia de que la economía podía autorregularse sin intervención del gobierno. Argumentaba, además, que la crisis obedecía a factores externos a la economía de su país y que toda intervención del Estado era un pasa hacia la dictadura. Preocupado por la situación de las empresas y por el déficit en el presupuesto del gobierno, el presidente se limitó a instrumentar una política de austeridad consistente en varios mecanismos: restricción de créditos, reducción de la producción, baja de los salarios y venta de los artículos almacenados, suponiendo que de esta forma sobrevivirían los más aptos y se alcanzaría el equilibrio presupuestario del gobierno. Pero esta política produjo el efecto contrario, porque aparte de sacrificar a la clase trabajadora no atacaba a fondo el problema -que en esos momentos era principalmente de subconsumo- sino que contribuía a agudizarlo.
Mientras los norteamericanos vivían el drama del empobrecimiento, el presidente Hoover consideraba que el gobierno no debía socorrerlos, porque ello minaría su moral. En diciembre de 1930, aprobó una asignación de 45 millones de dólares para salvar el ganado de los granjeros de Arkansas, pero se opuso a concederles 25 millones para alimentar a sus familias. La crisis mostraba que la economía no podía seguir como venía, y el Estado tampoco podía enfrentar la situación si se persistía en la mentalidad vigente. El reto era encontrar otra forma de funcionamiento para la economía y el Estado.
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