La República de Weimar
Establecimiento de la República
En el verano de 1918 estaba claro, incluso para los militares y nacionalistas más exaltados, que Alemania había perdido la guerra. El intento del gobierno por desviar las tensiones sociales internas hacia aventuras imperialistas en el exterior había fracasado, y ahora tendría que enfrentarse a esas tensiones sociales magnificadas por la derrota.
Durante la Primera Guerra Mundial se habían agudizado ciertas tendencias económicas que llevaron a la concentración del capital y al crecimiento de poderosos cárteles que monopolizaban precios y mercados eliminando a los pequeños comerciantes; al terminar la guerra, la clase media baja se veía más amenazada que antes mientras los grandes capitalistas adquirían mayor fuerza. Por el lado opuesto también había aumentado el poder de la clase obrera organizada, que desde los años previos a la guerra pudo obtener algunas concesiones por parte de la industria y del gobierno y había llegado a conformar una organización política: el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD, por sus siglas en alemán).
A medida que se acercaba el final de la guerra aumentaba la agitación interna en Alemania, y era evidente que la situación política debía cambiar. A finales de septiembre de 1918, los líderes militares consideraron oportuno ceder el poder a un gobierno civil. El 28 de septiembre de 1918 se formó un nuevo gobierno en Alemania con el apoyo del parlamento y de los principales partidos, presidido por el príncipe Max von Baden. Tuvo como objetivos preparar la firma del armisticio, la reforma de la Constitución y la democratización del sistema monárquico. Se introdujeron reformas constitucionales, entre ellas el sufragio, la responsabilidad de los ministros frente al Parlamento, y el control de las fuerzas armadas por el gobierno civil y no por la monarquía. De hecho, el emperador Guillermo II aceptó lo que equivalía a una monarquía constitucional. El pueblo y el alto mando militar, no sólo deseaban paz y democracia, sino que también exigían la abdicación del emperador Guillermo II y así lo demostraron con la oleada de protestas que estallaron en octubre y noviembre de 1918.
En los primeros días de noviembre, ante la inminente derrota, los marinos se amotinaron y se extendió por toda Alemania un movimiento revolucionario; se crearon unos Consejos de Obreros (similares a los Soviets rusos) de soldados, marineros y obreros decididos a sustituir a los gobiernos locales. En esta situación revolucionaria —tras el colapso del gobierno en un país industrializado y con una clase obrera numerosa y políticamente organizada— las condiciones eran, sin duda, las apropiadas para desarrollar una revolución marxista clásica. Pero no fue así, los socialdemócratas eran marxistas, pero su marxismo era el marxismo domesticado, atenuado y revisionista que había predominado durante los veinte años que precedieron al advenimiento de Lenin. Además, la revolución alemana de 1918 fue en realidad poco más que una revolución política y constitucional, el paso del imperio a la república. Esa fue la principal consecuencia de la Gran Guerra para Alemania, ya que el cambio de régimen no se gestó como producto de una revolución sino de la derrota del Imperio alemán.
El 9 de noviembre de 1918 Guillermo II abdicó y abandonó Alemania. Enseguida Max von Baden cedió el poder a Friedrich Ebert, líder del SPD, con la esperanza de que éste pudiera detener la revolución socialista que los bolcheviques rusos pretendían exportar a Alemania. En enero de 1919, los espartaquistas (así llamados por el nombre de Espartaco, gladiador romano que encabezó una rebelión de esclavos en el sur de Italia, en el año 72 a.C.) fundaron el Partido Comunista Alemán a semejanza del ruso. Con el fin de conseguir la mayoría en el Parlamento, el nuevo partido se dedicó a desencadenar huelgas, motines y luchas callejeras en Berlín. Intentaron llevar a cabo una revolución proletaria como la de Rusia y se enfrentaron al gobierno, pero no pudieron movilizar suficientemente a la clase obrera y el campesinado alemán permaneció pasivo ante el llamado revolucionario. Con ayuda del ejército y las fuerzas conservadoras, el gobierno provisional social-demócrata aplastó el movimiento espartaquista y aprehendió a sus líderes, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, quienes fueron asesinados mientras estaban en poder de la policía. Se considera que Liebknecht y Luxemburgo murieron a manos del teniente Kurt Vogel y de otro oficial, Otto Runge, respectivamente. Nunca se ha esclarecido quien ordenó la muerte de ambos, aunque se atribuye la potestad del crimen al ministro socialdemócrata Gustav Noske, encargado de sofocar cualquier revuelta contra el gobierno alemán surgido tras la Primera Guerra Mundial. El último conato revolucionario alemán se dio en Baviera en abril del mismo año, pero también fue sofocado por las autoridades.
La República de Weimar (1919-1933)
El 19 de enero de 1919 —tras la revuelta espartaquista—, se celebraron elecciones para una Asamblea Nacional Constituyente en las que el SPD sólo obtuvo el 38% de los votos, por lo que sus integrantes se vieron obligados a formar una coalición con el conservador Partido del Centro Católico y el liberal Partido Demócrata Alemán. El 6 de febrero la Asamblea Nacional se reunió en la ciudad de Weimar para redactar una nueva Constitución. En esta reunión fue elegido presidente Friedrich Ebert, y se formó un gabinete de coalición integrado por los tres partidos y encabezado por el canciller Philipp Scheidemann. Entre sus cometidos, el gobierno tuvo que firmar el Tratado de Versalles en junio de 1919 y la elaboración de una nueva constitución. A pesar de la tarea democratizadora llevada a cabo por el nuevo régimen, aún permanecían los grandes terratenientes y el viejo ejército alemán detentando amplio poder.
La Constitución de Weimar, que entró en vigor el 14 de agosto de 1919, proclamaba al Reich como una república democrática compuesta por diecisiete estados. El primer artículo de la Constitución de Weimar proclamaba: «El Reich alemán es una República. La legitimidad política proviene del pueblo». Sus redactores trataron de combinar en ella los mejores aspectos de la Carta de Derechos británica, de la Declaración de los Derechos del Hombre francesa y de las primeras diez enmiendas de la Constitución norteamericana. Todos sus artículos -excepto uno- eran un modelo de democracia. La excepción era el artículo 48, que permitía al presidente (que en circunstancias normales moderaba, pero no gobernaba) conferir al canciller un poder absoluto «si el orden público y la seguridad son gravemente alterados». Tres cancilleres, durante los años finales de la República de Weimar, asumieron poderes absolutos. El último fue Adolfo Hitler.
La República de Weimar fue acertadamente descrita por su primer canciller como «una vela que arde por los dos cabos». La derecha alemana, que propagaba el mito de que fueron los políticos, y no los generales, los responsables de la capitulación de 1918, consideró la nueva República como una «humillación impuesta a Alemania». La República recibió de quienes la apoyaban escasa lealtad, pero durante 13 años el número de los ciudadanos que la apoyaban superó a sus contrarios. Sin embargo, en julio y en noviembre de 1932, en las últimas elecciones libres celebradas en la Alemania unida, los enemigos de la democracia parlamentaria fueron mayoría.
El Poder Legislativo quedaba integrado por dos Cámaras, el Reichstag (cámara baja legislativa), elegido por votación, y el Reichsrat (cámara de representación federal), para los representantes de los Estados, conforme a la tradición alemana; pero en la estructura del Poder Ejecutivo se introdujo una nueva forma que resultó en una mezcla de democracia presidencialista, de acuerdo con el modelo estadounidense, y democracia directa, siguiendo el modelo francobritánico. El presidente sería elegido por votación popular directa para un periodo de siete años, pero sin ostentar la jefatura del gobierno sino que nombraría a un canciller encargado de gobernar, junto con sus ministros, siempre que tuviera una mayoría segura en el Reichstag. Sin embargo, el presidente disfrutaba de un poder considerable ya que tenía derecho a nombrar y destituir cancilleres, disolver el Parlamento y convocar a nuevas elecciones, así como a referendos nacionales; podía gobernar con poderes extraordinarios para utilizar las fuerzas armadas en casos de emergencia o cuando se viera en peligro el orden interno y la seguridad pública.
La Constitución de Weimar establecía también un sistema electoral de representación proporcional con sufragio universal para todos los hombres y mujeres (a la mujer se le reconocía el derecho de voto por primera vez), un gabinete responsable frente al Parlamento, y el mantenimiento de un grado considerable de autonomía en los gobiernos estatales, en un sistema relativamente descentralizado.
Así, el nuevo régimen democrático eliminaba las estructuras políticas del sistema monárquico, pero mantenía intactas sus tradicionales estructuras socioeconómicas, basadas en el poder de la aristocracia terrateniente y la gran burguesía, con apoyo de los grupos imperialistas conservadores, entre ellos la Iglesia y el ejército, lo que impidió cualquier intento de reforma.
Además, la República de Weimar había nacido sumamente debilitada en virtud de que, aparte de que en Alemania no existía la tradición democrática, nacía en momentos sumamente difíciles para el país; humillado por la derrota y severamente castigado por el Tratado de Versalles el cual era, además, defensor de los principios democráticos. Por ello, aunque muchos alemanes apoyaran la democracia, si ésta significaba la aceptación del tratado sin enmiendas, o el desastre económico que traería consigo la aceptación del mismo, entonces tal forma de gobierno perdería todo atractivo.
La frágil democracia alemana tuvo que afrontar durísimas pruebas desde el primer momento. Obligado a pagar a los extranjeros por las culpas del régimen anterior, y cuestionado en el interior del país, el gobierno padeció los efectos de la permanente agitación interna y la severa crisis económica. La inflación de la posguerra, que afectó a todos los estados europeos, golpeó a Alemania con más dureza que a nadie. Las reparaciones de guerra le proporcionaron una excusa apropiada para sus males económicos. La causa real, sin embargo, era la irresponsabilidad financiera de sus gobiernos. En Gran Bretaña, durante la guerra, el impuesto sobre la renta había alcanzado la proporción jamás vista de cinco chelines por cada libra. En Alemania, por el contrario, ni un solo marco de la producción de guerra se financió mediante los impuestos. El gobierno recurrió, en cambio, a grandes créditos internos y a la emisión de papel moneda. Finalizada la guerra, se siguió con la misma política.
La derrota en la guerra, las pérdidas territoriales y el pago de las reparaciones obligaron al gobierno a imprimir una gran cantidad de billetes, lo que aumentó los precios hasta la hiperinflación y empobreció aún más a la población. En noviembre de 1923, un dólar llegó a costar 4.200 millones de marcos. Por entonces había 1.783 máquinas imprimiendo billetes día y noche. Era un proceso de hiperinflación como no se había conocido antes en la historia. En consecuencia, la «rapidez» de la recuperación financiera alemana era el resultado de la irresponsabilidad financiera de los últimos cuatro años. Aquella irresponsabilidad puso en peligro no sólo el futuro del marco, sino el futuro de la democracia alemana. Al suprimir los ahorros de las clases medias, destruyó la confianza de éstas en la democracia y provocó el derrumbe de la República de Weimar.
El colapso financiero fue acompañado de una intensa violencia política. Las figuras principales en esta ola de violencia fueron los Freikorps, grupos de «oficiales voluntarios» que obtuvieron una trágica celebridad mediante su sangrienta represión de los movimientos socialistas radicales en 1919. En la noche del 12 al 13 de marzo de 1920 se produjo un putsch dirigido por Wolfgang Kapp, un funcionario prusiano, con el apoyo del general Lüttwitz, en protesta por las limitaciones al tamaño de las fuerzas armadas que imponía el tratado de Versalles. Kapp, al frente de una brigada de marina, entró de noche en Berlín y se apoderó de los ministerios, destituyeron al gobierno y revocaron la Constitución de Weimar. El gobierno huyó a Stuttgart, pero mientras Kapp negociaba con los dirigentes de los partidos de centro y de derecha, una huelga general y la resistencia popular y obrera que paralizaron la capital dieron lugar a que el golpe se viniera abajo en cuatro días.
El Reichswehr (el ejército alemán) se negó a intervenir. El general von Seeckt rehusó la petición del gobierno en ese sentido, con una contundente respuesta: «No se puede permitir que el Reichswehr luche contra el Reichswehr». Los que habían tomado parte en el golpe de Kapp, o bien huyeron sin castigo, o fueron amnistiados, a cambio de que las tropas sediciosas se usasen para aplastar levantamientos obreros. Seeckt, que se había negado a desarticular el levantamiento, fue nombrado jefe del Reichswehr casi al mismo tiempo que fracasaba la intentona. Cuando los trabajadores del Ruhr pidieron la purga del Reichswehr, el general von Seeckt los tachó de «bolcheviques» y envió contra ellos a los mismos Freikorps que habían intentado derribar al gobierno.
Durante los tres años posteriores al golpe de Kapp, los Freikorps asumieron la iniciativa de una bien organizada campaña de terrorismo político derechista. El 26 de agosto de 1921 dispusieron el asesinato del ministro de Finanzas, Mathias Erzberger, el hombre que había firmado el armisticio en nombre de Alemania. «Erzberger -dijo un periódico de derechas- ha sufrido el destino que la gran mayoría de patriotas alemanes le deseaban.» Un año más tarde, el 24 de junio de 1922, le tocó el turno al ministro de Asuntos Exteriores, Walter Rathenau, asesinado en parte por su actitud claudicante hacia las reparaciones de guerra, pero sobre todo por su origen judío. Varios meses antes de su muerte, los nacionalistas cantaban en las cervecerías de Alemania una tonadilla que terminaba así: «Eliminad a Walter Rathenau, el maldito cerdo hijo de una cerda judía.»
La violencia de los años de posguerra, junto a la espiral de la inflación, alcanzaron su punto culminante en 1923. Ante esta situación, se suspendió el pago de las reparaciones, por lo que Francia ocupó la región del Ruhr, una acción cuyo propósito era imponer el pago de las reparaciones que se debían. Durante más de ocho meses, hasta que el gobierno alemán ordenó su interrupción, la población del Ruhr organizó una campaña de resistencia pasiva, y ocasionalmente, violenta. Los trabajadores alemanes respondieron con huelgas que profundizaron la crisis económica. Siguiendo órdenes de Moscú, se produjeron levantamientos comunistas durante el mes de octubre en Hamburgo, Sajonia y Turingia. Todos ellos fueron rápidamente reprimidos por el Reichswehr.
A la violencia de la izquierda siguió, como siempre, la de la derecha. El 5 de enero de 1919, Anton Drexler, un herrero empleado en los talleres ferroviarios, fundó el Partido Obrero Alemán (DAP, Deutsche Arbeiter parteí) un pequeño partido político con una ideología de extrema derecha contraria al sistema democrático, anticapitalista y antimarxista, que defendía un nacionalismo xenófobo y racista. El partido Obrero Alemán fue pronto controlado por Adolf Hitler (1889-1945), un pequeñoburgués de origen austriaco, y desde 1920 la organización pasó a llamarse Partido Obrero Nacionalsocialista Alemán (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, NSDAP) o partido Nazi. En noviembre de 1923, en Baviera, el partido ultraderechista nazi, ayudado por el general Heinrich von Ludenforff, destacado militar de la Gran Guerra, repitió el intento de golpe que Kapp había dado en Berlín. La movilización nacionalista provocada por la ocupación del Ruhr animó a Hitler a dar el golpe, iniciado en una cervecería de Múnich el 8 de noviembre de 1923. Cuando los derechistas se dirigían hacia el centro de Múnich, la policía abrió fuego y el golpe fracasó. Hitler pasó unos meses en la cárcel, donde escribió la primera parte de Mein Kampf, una mezcla de autobiografía adornada y de programa de una política nacionalista y racista, donde se sostenía la necesidad de la expansión de Alemania hacia el este para «asegurar a la raza que abarca este estado los medios de subsistencia sobre este planeta».
Aunque ambos intentos fracasaron, la República quedó ya maltrecha y en las sucesivas elecciones celebradas, los partidos nacionalistas de derechas, así como los comunistas, fueron ganando terreno político. En 1925 el general Paul von Hindenburg, dirigente derechista, héroe de la Primera Guerra Mundial, se hizo con el poder.
Estados Unidos impulsó el Plan Dawes, con el fin de hacerle préstamos a Alemania, que así pudo reanudar los pagos de las reparaciones, y a su vez, los países europeos pudieron cancelar sus deudas de guerra a los estadounidenses. Este plan estipulaba que, entre 1924 y 1929, la deuda sería abonada de una forma que la economía alemana pudiera asumir un pago inicial de mil millones de marcos, y fijó pagos anuales de dos mil quinientos millones de marcos. Estas medidas permitieron controlar la inflación y reactivar la economía.
Hacia 1924, la República de Weimar pudo entrar en un periodo de cierta estabilidad, una vez vencidos los focos de insurrección y bajo los efectos de la distensión internacional creada por el “Espíritu de Locarno” y el Plan Dawes. La recuperación económica se inició a partir de la estabilización monetaria, la afluencia de capitales extranjeros y la modernización industrial. Los problemas internos se solucionaron mediante la participación de la burguesía en el gobierno, al mismo tiempo que se iban debilitando los partidos de izquierda y los grupos proletarios y, por el contrario, adquirían importancia los grupos nacionalistas conservadores. La prosperidad favoreció el aumento de los salarios y la ampliación de la asistencia social. La democracia alemana parecía entrar por la senda de la normalidad.
Pero aquella estabilidad era más ficticia que real. El modelo de prosperidad económica dependía de los créditos externos y de la capacidad de consumo nacional. Cuando el mercado interno empezó a mostrar síntomas de saturación y los capitales extranjeros fueron repatriados tras el estallido de la crisis estadounidense de 1929, volvieron a aflorar los problemas socioeconómicos, el descontento y la agitación, los cuales prepararon el camino para el ascenso de la ultraderecha y, con la caída de la República de Weimar, el fracaso de la democracia.
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