El fascismo italiano
La situación política antes de 1914
Desde su creación en 1871, el Reino de Italia adoptó para su organización política un código de leyes conocido como el Estatuto Albertino, creado en 1848 por Carlos Alberto, rey de Cerdeña, e inspirado en las constituciones francesa y británica. Dicho documento, que establece en principio una monarquía constitucional pura (es decir, no parlamentaria), se basa “en cierto modo” en el principio de separación de poderes. Así, el Poder Legislativo corresponde a dos Cámaras: el Senado, compuesto por miembros nombrados por el rey, y la Cámara de Diputados, cuyos legisladores eran elegidos mediante sufragio; el rey ejerce el poder ejecutivo, pero también participa en el poder legislativo ya que tiene atribuciones para sancionar y promulgar leyes, abrir y cerrar las sesiones de las Cámaras, disolver la Cámara de Diputados, nombrar y destituir a todos los funcionarios del Estado, incluso a los ministros; por último, el poder judicial es ejercido por la Suprema Corte de Justicia.
Sin embargo, en la práctica no llegó a funcionar la monarquía constitucional pura, y de esta manera se inició en Italia una evolución hacia el sistema parlamentario en el sentido de conceder cada vez mayores atribuciones a la Cámara de Diputados, sobre todo por la presencia en ella de importantes personalidades en virtud de que no existían todavía partidos políticos formales; cuando éstos se constituyeron, a principios del siglo XX, la situación política de Italia adquirió rasgos más democráticos.
En cuanto al sistema electoral, el Estatuto Albertino se asentaba, de manera similar a los de su época, en el sufragio censatario, es decir, estaba determinado por la riqueza y el nivel cultural de los ciudadanos, exclusivamente varones, quienes deberían saber leer y escribir para ejercer el voto, lo cual significa que éste se limitaba a muy pocas personas.
Giovanni Giolitti, quien ocupó el cargo de primer ministro en cinco ocasiones (1892-1893, 1903-1905, 1906-1909, 1911-1914 y 1920-1921), fue el artífice de la Italia moderna al llevar a cabo un gran número de reformas que satisfacían muchas de las demandas tradicionales de los socialistas: redujo la jornada laboral, reconoció el derecho de los trabajadores a la huelga y garantizó su derecho a disfrutar ciertos días de descanso. También promovió cambios en la ley electoral y entre ellos la introducción del sufragio universal masculino (1912); favoreció la participación de los católicos en la toma de decisiones políticas, y aprobó la primera ley destinada a estimular el desarrollo de la zona meridional del país. En muchos aspectos, durante la era de Giolitti, Italia era una democracia en vías de formación, pero el estallido de la Primera Guerra Mundial frenó su proceso de crecimiento.
Giovanni Giolitti.
Los años de posguerra
Italia, como Bismarck había observado hacía mucho tiempo, estaba dotada de un voraz apetito territorial, pero «su dentadura era inadecuada». Sus ganancias en Versalles -el Tirol del Sur, Trieste, islas en el Egeo y el Adriático- fueron una recompensa exagerada por su pequeña contribución a la victoria aliada. Pero el gobierno de Italia quería más. En particular, pretendía la costa dálmata. El fin de la Primera Guerra Mundial produjo entre los italianos un sentimiento de frustración ya que, a pesar de encontrarse entre los vencedores, los acuerdos de paz no favorecieron a su país de manera significativa, ni en el aspecto económico ni en el territorial. Italia sólo recibió algunos territorios austriacos que se le habían prometido, pero las potencias occidentales no le concedieron parte alguna de las anteriores posesiones alemanas o turcas. En cambio, al igual que otros países, Italia sufrió la carga de la deuda de guerra y una grave depresión económica que provocó un fuerte desempleo y agudizó la inquietud social.
En septiembre de 1919 el poeta nacionalista Gabriele D'Annunzio marchó hacia el puerto dálmata de Fiume al frente de un millar de seguidores. Para desconcierto del gobierno italiano, que compartía sus ambiciones pero rechazaba sus métodos, D'Annunzio proclamó la «anexión del Fiume a Italia». Durante un año, hasta que el gobierno italiano consiguió desalojarle, dirigió un régimen de opereta. Sus seguidores llevaban camisas negras, se saludaban con el brazo extendido a la manera del saludo romano y conversaban con su líder en reuniones al aire libre.
Pero la histeria nacionalista reflejada por la aventura de D'Annunzio no fue, como se supone a menudo, compartida por el pueblo italiano. Las elecciones generales de noviembre de 1919 (al contrario de las elecciones de posguerra en Francia y Gran Bretaña) fueron un fracaso no sólo de nacionalistas y conservadores, sino de todos aquellos grupos políticos que habían favorecido la intervención en la guerra. El recién fundado Partido Fascista, el más extremo de los grupos nacionalistas, no obtuvo un solo escaño. Su dirigente, Benito Mussolini, que se presentó en Milán, obtuvo solamente el 2% de los votos.
Hasta 1921, socialistas y comunistas italianos coexistían en un único Partido Socialista, unidos en su admiración por la Revolución rusa. En las elecciones de 1919, el Partido Socialista ganó un tercio de los votos y triplicó su representación parlamentaria de antes de la guerra. El periódico socialista Avanti declaró triunfante: “Ha nacido la Italia revolucionaria”. La ola de malestar social que inundó Italia durante los años 1919 y 1920 pareció darle la razón.
En el campo los propietarios se veían amenazados por las ocupaciones de tierra de parte de campesinos ex combatientes. Millares de campesinos se establecieron en los latifundios y se arrogaron su propiedad. El gobierno fue impotente para evitarlo. En las ciudades aumentaban las huelgas y en muchos casos se llegó a la ocupación de las fábricas por los obreros. La crisis industrial alcanzó su punto álgido en agosto de 1920, cuando cerca demedio millón de trabajadores ocuparon durante casi cuatro semanas fábricas y astilleros, expulsaron a los directivos e izaron en ellas la bandera roja.
Desde el final de la guerra, el Partido Socialista había exigido abiertamente una y otra vez el derrocamiento violento de la Sociedad burguesa. Lenin habría utilizado la ocupación de las fábricas como trampolín de la revolución, pero los socialistas italianos carecían del vigor y la clarividencia de aquél, y no supieron materializar su potencia política. En septiembre las fábricas fueron devueltas a sus propietarios, a cambio de un aumento de los salarios y una mejora de las condiciones de trabajo.
El resultado final del proceso revolucionario de la posguerra no fue el socialismo, sino el fascismo, es decir, la contrarrevolución. Como el anarquista Enrico Malatesta observó proféticamente durante la ocupación de las fábricas: «Si no vamos hasta el final, tendremos que pagar con sangre y lágrimas el temor causado a la burguesía». Con el retorno de las fábricas, había pasado el peligro real de revolución “El bolchevismo italiano -escribió privadamente Mussolini- está mortalmente herido.” Pero la burguesía italiana siguió convencida de que el bolchevismo se preparaba para el asalto final. Mediante la explotación de este miedo, y presentándose como los salvadores de Italia contra la “revolución roja”, los fascistas pasaron de la oscuridad a una posición política que les daba la posibilidad de conseguir el poder.
Giolitti, primer ministro por quinta ocasión, no actuó en contra de los trabajadores e incluso conminó a los propietarios para que hicieran concesiones laborales; además, aceptó que se creara una comisión para que los sindicatos revisaran las cuentas de las empresas. La actitud de Giolitti provocó un serio disgusto a la clase empresarial y despertó su preocupación por el temor de que esas medidas significaran el paso hacia la revolución proletaria.
Pero eso no sucedió, y en muchos sentidos los sucesos de septiembre de 1920 marcaron el límite final al que el gobierno permitió llegar al movimiento obrero. En las elecciones municipales celebradas el mes siguiente, disminuyó el voto socialista y sólo consiguió algunos éxitos notables en las zonas rurales. En consecuencia, el Partido Socialista Italiano (PSI) no logró impulsar la revolución proletaria.
Ascenso del fascismo y fin de la democracia
En julio de 1920, en vísperas de la ocupación de las fábricas había como máximo un centenar de células fascistas (fasci) en toda Italia. Seis meses más tarde, había más de un millar. Ahora los fascistas tenían el apoyo financiero de los grandes industriales y terratenientes, que temían por sus fábricas y haciendas. También tenían el apoyo de los grupos de “oficiales voluntarios”, similares a los que formaron el Freikorps en Alemania. Y como los Freikorps, los grupos fascistas paramilitares, llamados Squadre d'azione, tuvieron la bendición del gobierno. Poco después de la ocupación de las fábricas, el ministro de la Guerra acordó abonar a todos los ex oficiales que dirigían las escuadras paramilitares cuatro quintos de su antiguo salario. En muchas partes de Italia, Mussolini y sus seguidores pudieron confiar en el apoyo de la policía y los militares, ansiosos de ajustar viejas cuentas contra los socialistas.
Como reacción a los movimientos sindicales, a finales de 1920 surgieron en todo el norte y centro de Italia grupos paramilitares o “escuadrones”, con frecuencia dirigidos por ex oficiales del ejército, en lucha contra el socialismo. Otro grupo similar estaba formado por los llamados fascios o camisas negras, integrado en su mayoría por hombres jóvenes, bajo el liderazgo de Benito Mussolini.
Benito Mussolini era hijo de un herrero socialista. De limitada cultura, se convirtió en 1908 en un periodista socialista de izquierda, opuesto a la entrada de Italia en la guerra. Incapaz de arrebatar el control a los dirigentes reformistas, acabó expulsado del Partido Socialista y aceptó dinero de los industriales para transformar su periódico, Il Popolo d’Italia, en el «periódico de los combatientes y de los productores», en que expresaba sus nuevas ideas sobre la concordancia de intereses entre los productores burgueses y los productores obreros. Para dar una base política a su movimiento fundó el 23 de marzo de 1919 los Fasci italiani di Combattimento (grupos de combate), una organización que agrupaba a veteranos de guerra, viejos izquierdistas decepcionados, futuristas, sindicalistas revolucionarios y personajes del más diverso pelaje.
A pesar de que los primeros fascistas habían militado en los sindicatos e incluso en el socialismo, abandonaron esa tendencia y protagonizaban ahora enfrentamientos callejeros con comunistas y trabajadores. El movimiento se extendió por las zonas rurales, donde sus milicias conseguían el respaldo de los terratenientes mientras atacaban a las ligas de campesinos y a las asociaciones socialistas.
La burguesía no concebía una amenaza contra el orden social distinta de la que presentaba la izquierda. Impresionados por la propaganda socialista, que llamaba al derribo violento de la sociedad burguesa, muchos burgueses se sintieron inclinados a aceptar el argumento fascista de que a la violencia sólo puede responderse con la violencia. Incluso entre los liberales que deploraban los métodos fascistas, persistía la ilusión de que estos excesos no eran más que una fase pasajera. Uno de los que compartieron esta ilusión fue el ministro liberal Giolitti.
En las elecciones de mayo de 1921, Giolitti permitió a Mussolini y a los fascistas que se unieran a la lista de partidos gubernamentales, confiando en que esto habría de satisfacer su ansia de poder y en que el grupo de camisas negras sería absorbido por el sistema. Como resultado, treinta y dos fascistas, entre los que se encontraba Mussolini, lograron triunfar en las elecciones e ingresaron al Parlamento. Con este triunfo, el movimiento llegó a transformarse en partido político bajo el nombre de Partido Nacional Fascista (Partito Nazionale Fascista) en noviembre de 1921, el cual adquirió gran fuerza y ejerció importante influencia sobre algunos sectores del pueblo italiano, principalmente entre los intelectuales, los jóvenes y muchas personas de la clase media. Hacia principios del verano de 1922, los fascistas decían contar con 300 mil miembros y, eufóricos por el éxito, muchos deseaban utilizar la fuerza para derrocar al gobierno.
Aunque la agitación social se fue apagando y no existía una verdadera amenaza de revolución a la manera soviética, los miembros de las clases adineradas y los católicos vivían en constante temor ante la posibilidad de que tal revolución estallara. Por ello es que veían con simpatía al movimiento fascista, pues éste se proclamaba defensor del orden y de la propiedad y se comprometía a luchar “contra las fuerzas destructoras de la victoria y de la nación”. De esta manera, los grupos de derecha mostraron su disposición a brindar a los fascistas ayuda financiera.
La Italia fascista
En julio de 1922, cuando se produjo en Italia una gran huelga general promovida por los grupos de izquierda, Mussolini dio un ultimátum de 48 horas al gobierno para normalizar la situación. De lo contrario -dijo- “el fascismo sustituirá al gobierno impotente”. El gobierno en efecto era impotente, los fascistas entraron en acción y con métodos violentos restablecieron el orden en menos de una semana.
El 27 de octubre de 1922, los fascistas realizaron la denominada “Marcha sobre Roma”, ciudad a la que entraron asaltando oficinas de gobierno. Mussolini, quien al parecer no tenía gran confianza en el éxito de la movilización, se quedó en Milán, lejos de los sucesos y cerca de la frontera suiza.
A última hora, el gobierno italiano pareció recuperar su temple. La tarde del 29 de octubre el gabinete solicitó formalmente al rey Victor Manuel que declarase la ley marcial y utilizase el ejército para contener la marcha fascista. Si el rey hubiera accedido a esta petición, como le correspondía hacer constitucionalmente, la Marcha sobre Roma habría terminado en un fracaso del que el movimiento fascista se habría recobrado difícilmente. Pero el rey Víctor Manuel III, por razones aún desconocidas, se negó a utilizar el ejército para dispersar a los fascistas y mandó llamar a Mussolini para encargarle la formación de un nuevo gobierno. Así, a la edad de 39 años, el líder fascista se convertía en el primer ministro más joven en la historia de Italia.
Hasta ese momento, el país seguía siendo, al menos en la forma, un gobierno constitucional y parlamentario. Aunque Mussolini fue investido de amplias prerrogativas de gobierno con objeto de restaurar el orden en el país, al principio gobernó dentro de los márgenes constitucionales. En 1923 encabezó un gobierno de coalición en el que participaban liberales, nacionalistas y católicos, así como los seguidores del fascismo.
Al año siguiente volvió a desatarse la violencia durante las elecciones de 1924, en la que los fascistas obtuvieron la mayoría absoluta gracias al fraude y la violencia ejercidos contra la oposición. Ese mismo año, el diputado y secretario general del Partido Socialista Italiano, además de uno de los líderes de la oposición parlamentaria a Benito Mussolini,Giacomo Matteotti expuso públicamente un considerable número de casos de violencia protagonizados por los fascistas, y en respuesta, el 10 de junio de 1924, es secuestrado en Roma por milicianos fascistas; su cuerpo aparecerá en estado de descomposición el 16 de agosto en un bosque a 25 km. de la ciudad. Esos acontecimientos provocaron nuevos disturbios y dieron oportunidad a Mussolini para aumentar su poder. El 3 de enero de 1925, en la difícil coyuntura de las acusaciones por el asesinato de Matteotti, el líder fascista retó a sus enemigos en el Parlamento a que lo acusaran, pero ni el rey ni los diputados de oposición se atrevieron a hacerlo. El líder fascista declaró que Italia era un «Estado de Partido Único». A partir de ese momento, el camino hacia la democracia, que con grandes dificultades había iniciado Italia, se vio interrumpido y marcó el inicio de la dictadura fascista.
A partir de entonces, se inició la organización de un estado totalitario según los ideales fascistas. Los órganos del partido fascista se convirtieron en órganos supremos del Estado, y también de la administración local. Se prohibieron los sindicatos, los partidos políticos y las libertades individuales; se creó una policía política, para controlar la oposición al régimen; se depuró el ejército, la administración y la enseñanza.
Mussolini denunció a la democracia como históricamente anticuada y culpó a este sistema de promover la lucha de clases. En lugar de la democracia, Mussolini predicaba la necesidad de acciones enérgicas bajo el mando de un dirigente fuerte; se dio a sí mismo el título de Duce, caudillo absoluto, se declaró en contra del liberalismo, del libre comercio y del capitalismo, y propuso en cambio la solidaridad nacional y la administración estatal de los asuntos económicos. Los empresarios, altamente favorecidos con las reformas del gobierno fascista, no parecían tomar en cuenta lo que aquellas palabras significaban, quizá porque Italia no era el único país europeo donde el Estado intervenía en los asuntos económicos durante aquellos difíciles años de posguerra.
Poco a poco, Mussolini creó un sistema de gobierno dictatorial donde el Parlamento carecía de poderes. Además, se declaró responsable de sus actos sólo ante el rey y obligó al Parlamento a que reconociera su autoridad para aprobar decretos con rango de ley. También estableció la censura de los medios de comunicación y, en 1926, suprimió los partidos de oposición.
Muchos estadistas extranjeros fueron embaucados por el fascismo. Winston Churchill llamó a Mussolini «salvador de Italia»; Austen Chamberlain, entonces ministro británico de Asuntos Exteriores, dijo: «estoy seguro de que es un patriota y un hombre sincero». Ramsay McDonald, el primer ministro laborista, le escribió cartas amistosas, incluso cuando Mussolini estaba acabando con el Partido Socialista italiano.
Cualquiera que fuese su actitud hacia Mussolini, casi todos los observadores europeos de la década de 1920 se equivocaron acerca del significado del movimiento fascista. Consideraron el fascismo no como el principio de un movimiento europeo, sino como una respuesta peculiarmente italiana. El mismo Mussolini avaló su juicio. «El fascismo -declaró en 1928- no es un artículo de exportación.» Sólo los nazis comprendieron la significación europea de la contrarrevolución fascista. «La Marcha sobre Roma -escribió Goebbels más tarde- fue un aviso, una señal de tormenta para la democracia liberal. Fue el primer intento para destruir el mundo del espíritu liberal y democrático.»
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