Argentina: La Junta Militar
La tercera presidencia de Juan Domingo Perón, tras su abrumador triunfo en las elecciones de 1973, tropieza con un cerco de dificultades económicas y luchas intestinas del partido. Perón fallece, a los 78 años, el 1 de julio de 1974 y su puesto es ocupado por María Estela Martínez, su esposa. Ningún desastre le es ahorrado a ésta: caos político y hundimiento económico. Y una ola creciente y anegadora de terrorismo, de grupos de guerrilla urbana, que hacen el país invivible.
Nadie ignoraba en Argentina que las Fuerzas Armadas estaban organizando el desplazamiento de la presidenta. Y, además, cualesquiera que hayan sido los «arrepentimientos» posteriores, casi nadie se oponía en un principio a la intervención militar. Casi todos los partidos, salvo el peronista, estaban llamando a la puerta de los cuarteles. Lo que pocos sabían, cuando tras difundirse la consigna «Se acabó la broma» se puso en marcha el aparato militar, era lo que se venía encima.
El anunciado golpe militar
El golpe no fue personalista: fue institucional. En 1974, Jorge Rafael Videla, general de brigada, fue nombrado Comandante del ejército argentino por la presidenta del momento María Estela Martínez de Perón, conocida como Isabelita. Dos años más tarde, el 24 de marzo de 1976, asumió la presidencia de la Junta Militar el entonces jefe de las Fuerzas Armadas, general Jorge Videla, acompañado en la misma por el almirante Emilio Massera y el brigadier de Aviación Orlando Agosti. La Junta disolvió el Congreso y las legislaturas provinciales, cambió los miembros de la Corte Suprema, suspendió —no disolvió— 195 partidos y sindicatos, intervino inquisitorialmente la Universidad. Su actuación recibió el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. Sus propósitos fundamentales fueron: por una parte, pacificar el país —poner fin al estado de auténtica guerra civil—, y, por otra, ordenar la economía —poner fin al caos económico—. Propósitos evidentemente compartidos por la mayoría.
Pero en el cumplimiento de esos objetivos tuvieron desigual fortuna: éxito radical en la pacificación, pero a un precio aterrador, y fracaso absoluto en la ordenación económica.
Pacificación: «la guerra sucia»
Los argentinos clamaban por el fin de las acciones terroristas, que habían creado un clima de absoluta inseguridad. La Junta Militar encaró el problema como su objetivo más urgente y consiguió un éxito rápido y completo: la guerrilla urbana desapareció y el orden público imperó. Pero ¿a qué precio? Al del mantenimiento del estado de sitio, con suspensión de todos los derechos cívicos y políticos. Pero, más aún: al de un terror generalizado y galopante ejercido desde el poder, con miles y miles de detenidos sin proceso, torturados, asesinados, desaparecidos.
Uno de los generales en el poder había dicho: «Eliminaremos a los enemigos, después a los simpatizantes y después a los indiferentes». Así se actuó, aunque sin esa delimitación de etapas. Se persiguió —se hizo desaparecer— no sólo a los guerrilleros, sino a los mínimamente sospechosos de serlo, a todo militante de izquierda, a sus simpatizantes, a sus amigos, a sus familiares, de cualquier condición o edad.
Y la represión se efectuó de una forma aparentemente caótica y múltiple, ejercida por servicios del Ejército, de la Marina, de la Aviación, de la Policía y de organizaciones paramilitares. Sobre una misma persona, sobre una misma familia, podían actuar sucesivamente varios de ellos, deteniendo, interrogando, torturando, haciendo desaparecer, saqueando, enterrando en cementerios clandestinos o lanzando los cadáveres a las aguas del Río de la Plata.
El caos de la represión contra la «guerra sucia», consiguió el resultado perseguido de un amedrentamiento generalizado, de la huida del país de cientos de miles de temerosos, de miembros de algunas profesiones sospechosas —psicólogos, sociólogos, artistas, etc.— y algo sumamente grave: el afán de muchas personas «honestas» por mostrar su lealtad a la situación, la «ceguera» forzada de muchos ante el horror de lo que estaba sucediendo.
¿Cuántos muertos, cuántos torturados, cuántos desaparecidos, cuántas embarazadas detenidas, cuántos niños? Diversas cifras se fueron barajando en informes de Amnistía Internacional, de la OEA, de las Naciones Unidas. Ahora tenemos el informe de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), presidido por Ernesto Sábato. Se pudo demostrar que la cifra mínima de desaparecidos alcanzaba a los 8.961 casos concretos, perfectamente registrados, y que la responsabilidad había sido «institucional». Un total de 340 campos de detención clandestinos fueron determinados. En el catálogo de horrores, especial mención de la Escuela de Mecánica de la Armada, verdadero centro piloto de la tortura, con 1.700 desaparecidos en su haber. También de la «matanza de los lápices»: la tortura y el fusilamiento de cinco muchachas y tres muchachos de La Plata, de edades entre los catorce y diecisiete años. También 112 niños desaparecidos, detenidos con sus padres o madres o nacidos tras la detención de éstas.
Ordenación económica: neoliberalismo
Los argentinos clamaban por un saneamiento económico: en 1975 la inflación había alcanzado el 335 por 100, y seguía subiendo en el año 1976.
Con todo el poder en sus manos, destruido el aparato sindical, la Junta Militar encaró el problema económico con «ortodoxia» neoliberal, en la línea de la Escuela de Chicago. Un hombre cercano a la Comisión Trilateral y a David Rockefeller, Martínez de Hoz, «trilateralizó» la economía argentina: es decir, desarboló todas las protecciones nacionales.
La inflación en 1976 alcanzó el 347 por 100, pero en 1977 bajó al 160, y en 1980 al 87. Sin embargo, a partir de 1981 se reinició la escalada —como en el resto del continente—, y en el año 1983 se alcanzaba el récord de un 401 por 100. Los primeros buenos resultados se consiguieron conteniendo inicialmente el gasto público —que después se volverá a disparar— y reduciendo brutalmente los salarios reales. La participación de los salarios en el PIB, que había alcanzado el 47,5 por 100 en 1975, caerá en 1982 al 28,3.
Una política de total apertura comercial origina el hundimiento de la industria nacional. Dos tercios de la misma sucumben. Se produce el fenómeno inverso al de los años de «industrialización por sustitución de importaciones»; la desindustrialización por aluvión de importaciones. Retorna la vieja «sociedad rural».
Y, curiosamente, el régimen ultraderechista de los militares argentinos encuentra un sólido apoyo económico internacional en la Unión Soviética: se firman con ella los más espectaculares acuerdos comerciales. Argentina no acepta el embargo norteamericano sobre la exportación de cereales a la URSS, decretado como respuesta a la invasión de Afganistán.
Bajo el general Jorge Videla —que pasa a presidente «civil», siendo sustituido en la Junta por el general Roberto Viola— se desarrolla la época más dura de la represión y del neoliberalismo económico. También se produce un grave roce internacional con Chile —a pesar de la similitud de regímenes— por el problema del canal del Beagle, problema que lleva hasta el borde mismo de una guerra, que es evitada en el último momento por la mediación pontificia de Juan Pablo II. Igualmente se inicia una «normalización» política y sindical que está muy lejos de satisfacer a la oposición —agrupada en la «Multipartidaria» y en la CGT.
En este camino de «apertura controlada» se produce un primer cambio en la cúspide: el 29 de marzo de 1981 el general Videla es reemplazado por el general Viola en la presidencia. Parece que Viola va más allá de lo previsto en la «apertura», y se aprovecha una enfermedad que le sorprende a finales de año para destituirle de sus funciones. El 22 de diciembre toma posesión el nuevo presidente de facto, general Leopoldo Galtieri, quien representa una regresión a la dureza. Pero Galtieri se encuentra con obstáculos insalvables: la crisis económica y una oposición sindical y política creciente. No parece posible —máxime teniendo en cuenta la coyuntura internacional— lograr una recuperación económica. Y, por otra parte, sólo un generalizado baño de sangre, sobre un país en el que ya no hay oposición «armada», podría acallar la protesta masiva del pueblo argentino.
En 1981 la caída del PIB es del 6 por 100, la inflación del 131 por 100, los salarios reales son menos de la mitad que en 1975. Un pretendido crédito internacional de 18.000 millones de dólares no se consigue. ¿Cómo escapar de esta situación? La respuesta es fácil: devolviendo el poder a los civiles. Pero un obstáculo de la máxima magnitud se interpone: las responsabilidades «institucionales» en la represión. El retorno a la democracia significa situarse inmediatamente por propia iniciativa en el banquillo de los acusados.
En todo el mundo y a lo largo de la historia, las dictaduras que no pueden dar solución a los problemas internos de los pueblos, participan o incluso promueven «aventuras exteriores» que sirvan para dar salida a las aspiraciones de cambio y mejora de la población. Los militares argentinos, acosados por la oposición interna y, sobre todo, por el estruendoso fracaso de su política económica ultraliberal al servicio de intereses extranjeros, decidieron crear y «solucionar» un «problema nacional y patriótico» invadiendo las islas Malvinas (Falkland para los ingleses), en manos británicas desde 1833. En esta circunstancia se produce, en forma inopinada, el 2 de abril de 1982, la toma por las Fuerzas Armadas argentinas de las islas Malvinas, las Georgias y las Sandwich del Sur, hasta ese momento posesiones inglesas, largamente reivindicadas como propias por la República Argentina.
¿Pretendió Galtieri abandonar el poder en manos de los civiles en un momento de exaltación nacionalista y de éxito militar para poder exigir el olvido de la represión? ¿Pretendió, por el contrario, perpetuarse en el poder sobre la gloria del éxito patriótico frente a Inglaterra? Se discute, y se seguirá discutiendo, sobre la intencionalidad de la Junta con la determinación histórica de recuperar las Malvinas. Pero, cualquiera que fuera aquella intención, lo cierto es que no les salieron bien las cuentas a Galtieri y sus compañeros.
Parece que se partía del supuesto de que el hecho acabaría siendo aceptado, por el interés norteamericano en que no se enfrentaran dos de sus aliados. Pero no fue así. El gobierno británico de la señora Thatcher se mostró inflexible, rechazó todo diálogo y consiguió su objetivo. Mientras los pueblos iberoamericanos mostraban su solidaridad con Argentina —sin diferencia de regímenes—, la Europa occidental y la América sajona se solidarizaban con Inglaterra. El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) no pudo funcionar. Funcionó más eficazmente la solidaridad anglonorteamericana que la panamericana. Los Estados Unidos jugaron la baza británica, y las fuerzas inglesas pudieron recuperar las islas perdidas. El 15 de junio se anunciaba en Londres la rendición sin condiciones de las fuerzas argentinas.
Fracaso y deshonor. Redemocratización
La jugada de Galtieri resultó un fracaso. La Junta Militar no solamente quedaba manchada con la represión: quedaba también con el deshonor de la dirección de la guerra, cualquiera que hubiera sido el valor de numerosos soldados y oficiales.
Ya no hay nada que hacer. Galtieri ha de entregar el mando al general Nicolaides y éste al general Bignone. ¿Hubo un momento de posible giro a un nacionalismo tercermundista radicalizado? Tal vez. Pero finalmente Bignone ha de poner en marcha la restauración democrática sin condiciones: las «responsabilidades»
La herencia del «septenato militar»
Atrás quedaban casi 8 años de dictadura militar que fueron una pesadilla para la inmensa mayoría de los argentinos y cuyas secuelas tardarán todavía muchos años en borrarse. En las elecciones, los radicales de Alfonsín obtuvieron 131 escaños de los 254 del Congreso y 318 votos de los 600 que eligen al presidente de la República. En porcentaje, los radicales lograron un 52 por 100 de los votos del electorado, frente al 40 por 100 obtenido por los peronistas, el otrora poderoso partido, que partía como favorito. En la esencia del programa radical estaba una defensa a ultranza del sistema democrático, ética y moralidad en la vida pública, así como un vago reformismo social.
El país que recibe Alfonsín no es el mismo que recibieron los militares en 1976. El «septenato militar» significó importantes cambios en la República Argentina, algunos —los derivados del conflicto de las Malvinas— en la misma mentalidad popular. Entre otros:
— Una gravísima herida en el cuerpo social que dificulta la pacífica convivencia democrática, por la presencia viva del tema de los «desaparecidos» (por los que siguen clamando las Madres de la Plaza de Mayo). Y, paralelamente, un desprestigio en grado máximo de la institución militar.
— Una gravísima crisis económica: un país destruido, en franca regresión industrial, con un retroceso del PIB entre 1981 y 1983 del 9 por 100 (del 13,3 por 100 por habitante), con un crecimiento de los precios al consumidor del 401,6 por 100 en 1983, con una asfixiante deuda externa total de 42.000 millones de dólares al final de dicho año, lo que lleva a una «relación entre los intereses pagados y las exportaciones de bienes y servicios» del 51 por 100 (más de la mitad de lo que se ingresa se ha de emplear en el pago de los intereses).
— Unas intensísimas relaciones comerciales con los países del Este, especialmente la URSS, que abre a las exportaciones argentinas un campo de enorme potencialidad.
— Una práctica independencia nuclear: un avance en la investigación atómica que coloca a Argentina entre los cuatro países del mundo que han conseguido en forma autónoma el enriquecimiento del uranio. Lo que viene a dar a Argentina una de las más decisivas bazas en el juego internacional.
— Una definición internacional «tercermundista», frente al anterior «occidentalismo» cerrado, provocada por la guerra de las Malvinas, y un sentimiento popular enormemente intenso de rechazo a los Estados Unidos, por su «traidora» actitud en aquella contienda.
— Y una asunción popular del carácter «latinoamericano» de la República Argentina, con distanciamiento sentimental del mundo europeo, en contraste con el europeísmo tradicional, como fruto también de la posición de ambos continentes en el conflicto del Atlántico Sur.
Esa es la herencia del «septenato militar». Dramática herencia para un país que, por sus condiciones naturales, parece destinado a ser próspero, libre y feliz.
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