Surgimiento del barroco
El estilo manierista, una evolución intelectualizada y artificiosa del clasicismo renacentista, predominaba en la Italia de mediados de siglo XV, pero, tras la Reforma protestante y la consecuente Contrarreforma católica, se reveló insuficiente para transmitir los nuevos valores que deseaba difundir el papado. La Iglesia quería hacer más atractivos los ritos religiosos para los fieles, y el arte se convirtió en el medio propagandístico ideal para lograr ese objetivo.
Se apostó por un estilo popular, que resultase atractivo para las masas de fieles, y que transmitiese la magnificencia de dios y del estamento religioso, reflejada en el famoso lema: “ad maiorem Dei et Ecclesiae gloriam” (a mayor gloria de Dios y de la Iglesia). La Roma papal se convirtió en uno de los principales mecenas artísticos en Europa y se dedicó a financiar obras que siguieran esos principios, para estimular la piedad y la devoción entre los creyentes y consolidar la posición de la Iglesia católica ante la amenaza protestante.
El arte barroco se caracterizó por la grandiosidad, la riqueza, la ornamentación, cierta artificiosidad, la vitalidad, la tensión, la exuberancia y la búsqueda de la perspectiva anómala o incluso del juego ilusionista. Caravaggio y los hermanos Carracci fueron los dos primeros pintores destacados del movimiento en Italia, a los que les siguieron poco después Pietro da Cortona, Guido Reni, Domenichino o Andrea Pozzo. En arquitectura destacaron Carlo Maderno (autor de la fachada de San Pedro del Vaticano), Gian Lorenzo Bernini (también magnífico escultor, como demostró en el baldaquino de la iglesia de San Pedro), Francesco Borromini, nuevamente Pietro da Cortona y Guarino Guarini.
El movimiento pronto se extendió por buena parte de Europa y se convirtió en la corriente artística dominante a lo largo del siglo XVII, particularmente en la Francia absolutista de Luis XIV. El carácter grandilocuente y enfático de las obras barrocas las convirtieron en un potente instrumento propagandístico también para las monarquías absolutistas, en esta ocasión no a mayor gloria de dios y de la Iglesia, sino del rey y el Estado.
De este modo, la realeza y la aristocracia se sumaron con fervor al mecenazgo y a la financiación de obras barrocas, a pesar de la crisis económica que sacudió la mayor parte del continente, y se edificaron obras tan majestuosas y excesivas como el Palacio de Versalles (cuya reforma y ampliación fue encargada por Luis XIV a Luis Le Vau y a Jules Hardouin- Mansart), el Palacio Real de Berlín (obra de Andreas Schlüter), o el Ayuntamiento y la Plaza Mayor de Madrid (a cargo de Juan Gómez de Mora).
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