La Guerra de los Treinta Años
En el plano político europeo, la primera mitad del siglo XVII estuvo marcada por la Guerra de los Treinta Años, un conflicto que se inició en el Sacro Imperio Romano Germánico a causa de la supremacía del pueblo católico sobre los protestantes. Aunque la contienda se desencadenó por cuestiones de fe en el seno del imperio, pronto empezaron a intervenir varios países de Europa, interesados tanto en la defensa de su propia condición religiosa, como en la idea de poder sacar provecho económico de la guerra gracias a la conquista de nuevos territorios, como fue el caso de Dinamarca primero, y Suecia y Francia, después.
La guerra generó también todo un sistema de alianzas entre países que, de forma activa (combatiendo) o pasiva (mediante su apoyo y subvención), terminó afectando a media Europa. La Paz de Westfalia puso fin al conflicto y estableció un supuesto equilibrio entre las distintas potencias, aunque Francia y Suecia, virtuales ganadoras de la guerra, salieron favorecidas.
En el mundo de las ideas, el siglo XVII destaca por la aparición de Galileo Galilei, Johannes Kepler e Isaac Newton, que lucharán (principalmente contra la Iglesia) por defender sus teorías heliocéntricas, al hilo de lo que años antes había planteado ya Copérnico. Y es que el nuevo siglo comportó toda una revolución científica que zarandeó los viejos cimientos de las verdades basadas en ideas preconcebidas o en dogmas de fe, y aportó un sistema para que el hombre pudiera alcanzar certezas absolutas a través de la razón y el pensamiento (sistema cartesiano).
El detonante de la Guerra de los Treinta Años
El conflicto religioso que originó la Reforma protestante en el seno del Sacro Imperio Romano Germánico se solucionó temporalmente con la Paz de Augsburgo, en 1555. La firma del tratado permitió a los príncipes protestantes elegir su religión e imponerla a sus súbditos, pero no consiguió acabar con la inestabilidad religiosa y política en el Imperio. Particularmente problemáticos se presentaban los casos de Hungría y Bohemia, donde una parte de la nobleza había decidido adherirse al protestantismo. Al principio los sucesores de Carlos V, Fernando I (1558-1564) y luego Maximiliano II (1564-1576), prefirieron no imponer por la fuerza la vuelta al catolicismo, pero tampoco aplicaron ninguna política para apaciguar los ánimos entre católicos y protestantes. Más adelante, Rodolfo II (1576-1612) intentó sin éxito pacificar la situación con tímidas concesiones a los protestantes. La tensa calma continuó hasta la llegada de Matías de Habsburgo (1612-1619), quien decidió imponer el catolicismo en los territorios rebeldes.
La debilidad de los sucesores de Carlos V había supuesto cierta pérdida de la autoridad imperial, que debía funcionar como aglutinante y nexo común. Prueba de ello fue la formación de una liga armada en cada bando. En 1608 los príncipes protestantes, bajo el liderazgo de Federico IV del Palatinado, crearon la Unión Evangélica; y el año siguiente los católicos hicieron lo propio y fundaron la Santa Liga, bajo el mando de Maximiliano I de Baviera.
La tensión entre las dos facciones religiosas en el seno del imperio era más que evidente, una situación que no mejoró cuando en 1617 el futuro emperador Fernando II (1619-1637), profundamente católico, fue elegido rey de Bohemia, de mayoría protestante. El enojo general fue en aumento a medida que el nuevo regente iba aplicando medidas en contra de la libertad de culto en general y de los protestantes en particular. En efecto, Fernando II no ocultaba su objetivo de eliminar a medio plazo el protestantismo y de suprimir sus coronas electivas (Bohemia y Hungría), con lo que todos los príncipes del Imperio germánico empezaron a sentirse amenazados, especialmente los checos, los húngaros y todos aquellos que habían abrazado el protestantismo.
Las tensiones estallaron por fin el 23 de mayo de 1618, cuando dos ministros imperiales que el rey de Bohemia Fernando II había enviado al castillo de Hradcany, en Praga, para preparar su llegada, fueron apresados y luego defenestrados. Por suerte, debajo de la ventana había un gran montón de estiércol que consiguió amortiguar el golpe y salvarles la vida. Pero la mecha ya había prendido, y el episodio de la defenestración se convirtió rápidamente en un asunto que implicó a todo el imperio.
La primera fase del conflicto
Tras la defenestración de Praga, los sublevados contaron con el apoyo de la población para hacerse con el control de la ciudad. A partir de entonces iniciaron unas primeras rondas de negociaciones con el emperador Matías de Habsburgo, básicamente con el objetivo de proteger sus privilegios nobiliarios y su libertad de credo. Pero la esperanza de hallar una solución al conflicto a través de la vía diplomática se vio frustrada cuando Fernando II fue coronado como emperador en 1619, a la muerte de Matías de Habsburgo. Como el conflicto armado era inevitable, los representantes de Bohemia buscaron rápidamente aliados entre todos los enemigos de los Habsburgo (principalmente en Holanda y Venecia), pero solo hallaron apoyo en el elector del Palatinado Federico, el príncipe calvinista que también dirigía la Unión Evangélica, que fue coronado en Praga.
Fernando II, por su parte, consiguió rápidamente la ayuda de la Liga Católica y el envío de tropas por parte de Felipe III, rey de España y Portugal. Tras varios enfrentamientos, Fernando II consiguió derrotar definitivamente a Federico en la batalla de la Montaña Blanca, en 1620. La victoria de los católicos supuso la disolución de la Liga Evangélica, el reparto de las tierras del Palatinado renano entre los nobles católicos y el exilio de Federico al extranjero, por no hablar de la transformación política, religiosa e incluso racial (siempre había habido tensión entre las poblaciones germanas y las de origen eslavo) que sufrió Bohemia y Moravia.
Pero la guerra aún estaba lejos de terminar, puesto que los conflictos religiosos y las ganancias territoriales empezaron a incomodar a otros países. La agresividad de los Habsburgo estaba a punto de extender todo su dominio sobre Alemania, a la vez que la católica España, bajo el reinado de Felipe IV y el conde-duque de Olivares, estiraba sus tentáculos hacia el Báltico, donde amenazaba el predominio del comercio holandés.
Confiado en el apoyo que podía recibir de otras potencias temerosas del poder de los Habsburgo, como Francia, Inglaterra u Holanda, el rey danés Cristián IV (que temía también que la soberanía de su nación protestante corriera peligro) se prestó a ayudar a los protestantes alemanes. Su ejército penetró en territorio enemigo en 1625, pero su ofensiva fue pronto detenida por las tropas de Albrecht von Wallenstein (un noble de origen checo que reclutó, gracias a su fortuna personal, un ejército de mercenarios a sus órdenes). Las continuas victorias de los ejércitos alemanes forzaron la capitulación del rey Cristián IV en 1629, que carente del apoyo de sus alianzas (Francia y Holanda rechazaron participar en la contienda) se comprometió a dejar de apoyar a los protestantes a cambio de seguir manteniendo el control sobre Dinamarca (Tratado de Lübeck).
Suecia y Francia entran a la guerra
Envalentonado por las primeras victorias, Fernando II promulgó en 1629 el Edicto de Restitución, por el que se obligaba a los protestantes a la devolución de los bienes confiscados a la Iglesia desde 1552. El edicto volvió a levantar ampollas en Europa, y más cuando en 1630 Alemania parecía estar muy cerca de convertirse en un estado nuevamente unificado bajo el poder del emperador, una perspectiva que disgustaba incluso a sus propios aliados. De hecho, para debilitar el poder de Fernando II, y aprovechando el miedo general hacia el Imperio germánico, el cardenal francés Richelieu consiguió que la Dieta de Ratisbona licenciara al ejército personal del noble Von Wallenstein, que tantos éxitos le había procurado.
La guerra volvió a estallar con la aparición en escena del rey Gustavo Adolfo de Suecia, cuyo estandarte protestante se vio apoyado por la Francia de Luis XIII. Gustavo Adolfo entró en la contienda en defensa del protestantismo, claro está, pero también le movieron otros objetivos, como el deseo de alcanzar la gloria militar a través de la ampliación de sus territorios, que por entonces incluían la actual Finlandia y algunos territorios rusos, polacos y alemanes.
Gustavo Adolfo dio un nuevo rumbo a la guerra, que empezó a decantarse pronto hacia su favor. Sus tropas, apoyadas por las de otros estados protestantes, avanzaron hacia el sur y entraron en Praga, y luego se dirigieron hacia el norte y atravesaron el Rin en Maguncia. Tras estas victorias dirigió sus pasos hacia Sajonia hasta que halló la muerte en la batalla de Lützen, en 1632. Su muerte comportó un nuevo cambio de rumbo, pues el canciller Oxenstiern (el regente que gobernaba en nombre de Cristina de Suecia) no supo imprimirle el mismo vigor. Entonces, las tropas de los Habsburgo, reforzadas con las unidades que enviaba Felipe IV desde España e Italia, empezaron a cambiar las tornas, hasta que su triunfo en la batalla de Nordlingen en 1634 pareció que podría poner fin a la guerra.
Fue entonces cuando Francia decidió tomar cartas en el asunto y participar de forma activa en la contienda. Su declaración de guerra a España amplió aún más los horizontes de la contienda, a la vez que se iniciaron conflictos internos tanto en la península Ibérica (por parte de Cataluña y Portugal) como en la Itálica (por parte de Nápoles).
Por aquel entonces la guerra ya había desgastado en gran medida a todos sus contendientes, a excepción de Francia, la última en entrar en guerra, con lo que los grandes aliados católicos, el emperador Fernando III (que había sucedido ya a su padre) y el rey español Felipe IV, empezaron a mostrar deseos de firmar la paz. Las negociaciones se iniciaron en el año 1644, pero no se alcanzaron los acuerdos finales hasta 1648, en que se firmó la Paz de Westfalia.
La Paz de Westfalia
El conjunto de los textos conocidos bajo el nombre de “Tratados de Westfalia” supuso el final de las ambiciones de los Habsburgo alemanes y la victoria de la política francesa. Las negociaciones se extendieron a lo largo de cuatro años, hasta que se firmaron los Tratados de Osnabrück el 15 de mayo de 1648 y el de Münster el 24 de octubre, con los que se puso fin tanto a la Guerra los Treinta Años en Alemania, como a la guerra de los Ochenta Años que España y Francia libraron en Flandes (aunque ambos países siguieron en guerra hasta la firma de la Paz de los Pirineos, en 1659).
Tras tres décadas de guerra, el tratado sirvió para establecer un principio de equilibrio en Europa por el que todos los estados del continente se comprometían a no aumentar sus dominios a costa de los demás. Sin embargo, más allá de esa búsqueda de equilibrio es innegable que algunos países se vieron más favorecidos que otros tras la firma de la paz. Sin duda, el más favorecido fue Francia, ya que por un lado vio reducido el poder de sus grandes rivales europeos, el Sacro Imperio Romano Germánico y España, y por otro consiguió expandirse hacia el este gracias a la anexión de Alsacia y Lorena (que a lo largo de los siglos no dejarán de generar continuas disputas entre los franceses y los alemanes). Otro país favorecido fue Suecia, que consiguió una posición preponderante en el mar Báltico.
Por otro lado, la Confederación Suiza consiguió proclamarse como un estado independiente del Sacro Imperio Romano Germánico. Con el tratado se reafirmaba además la libertad religiosa, con una mayor libertad de elección para los súbditos de cada estado.
Una vez anexionadas Alsacia y Lorena, en 1667 Luis XIV atacó los Países Bajos españoles. El pretexto para la guerra fue el impago de una deuda de medio millón de escudos de oro, contraída por el reino español con motivo del matrimonio de Luis XIV con María Teresa de España tras la derrota de Felipe IV; el pago era una compensación a cambio de la renuncia de María Teresa al trono (pues de lo contrario la corona española habría acabado bajo el dominio francés). Al no haber recibido la dote, Francia atacó los territorios españoles en los Países Bajos, y conquistó algunas ciudades de Flandes. La guerra se conoció precisamente como “guerra de Devolución” porque, según Luis XIV, esos territorios debían ser la compensación por el impago de la dote. La guerra finalizó con la firma del Tratado de Aquisgrán, en 1668, a través del cual España recuperó el Franco Condado a cambio de varios emplazamientos en Flandes a favor de los franceses.
Sin embargo, la paz no había llegado a Europa. Además de las tensiones entre Francia y España, en el norte de Europa, el nuevo rey de Suecia, Carlos Gustavo X, invadió Polonia en 1655.
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