Aztecas: Culto y rituales
El conjunto de las sociedades mesoamericanas ha sido tributario de un sistema ritualista en torno a diversas deidades emparentadas con la naturaleza y el cosmos. Desde el Sol y la Luna hasta el fuego y la lluvia, les consagraron ceremonias entre las que se destacan los sacrificios humanos, en los que la sangre, la piel y el corazón de las víctimas constituyeron la ofrenda más valiosa.
Algunas divinidades requerían ritos especiales. Las víctimas sacrificadas a Xipe Totee, por ejemplo, eran desolladas prolijamente, tras lo cual el sacerdote se vestía con su piel. Por su parte, durante los sacrificios en honor a Xiutecuchtlil, dios del fuego, las víctimas eran arrojadas sobre las brasas. Las víctimas consagradas a Tezcatlipoca solían ser mancebos pacientemente preparados durante un año, período en el que eran agasajados por la comunidad. El recinto donde se ejecutaban los sacrificios solía ser un templo asociado a un determinado dios, aunque también se realizaban en los picos de los cerros. Junto al sacerdote principal, otros cuatro sujetaban a la víctima para que aquél pudiera realizar la extracción del corazón.
Tláloc
Originario de la cultura de Teotihuacán, su culto se esparció rápidamente entre los pueblos de habla náhuatl. También conocido como Nuhualpilli, es el dios de la lluvia y de la fertilidad para casi todo el universo mesoamericano. Responsable de los períodos de sequía y de lluvias torrenciales, y por lo tanto de las penurias o bondades de la agricultura, los aztecas le ofrendaron sacrificios humanos.
Tláloc en un códice, y el Monolito de Tláloc, escultura de origen nahua, ubicada actualmente a las afueras del Museo Nacional de Antropología de México. El dios reinaba en una suerte de paraíso para los aztecas, una tierra donde crecían árboles frutales y maíz en abundancia. Los muertos allí podían finalmente descansar en paz y en eterna felicidad.
La voz Tláloc deviene de "tlalli" (tierra) y "octli" (licor), por lo que se le asocia a la lluvia, es decir, lo que bebe la tierra. No tiene ligazón con otras aguas, la de los ríos por ejemplo, cuya divinidad es Chalchiuhtlicue, también llamada "falda de turquesas". Tláloc no realizaba solo su tarea; los tlaloques, seres enanos y de figura antropomórfica, colaboraban con él en la distribución de las lluvias. Suele aparecer representado con un gran labio superior, que se cree es un símbolo de la entrada a una cueva que comunica con el inframundo. Llevaba en la mano una especie de estandarte de oro, largo y con forma de culebra. Se admite que representaba los relámpagos que acompañan frecuentemente a las lluvias.
Los aztecas honraron la figura de Tláloc con ofrendas y sacrificios humanos, especialmente niños. En las ceremonias se recurría a un chacmool labrado en piedra con la forma del dios recostado y levemente inclinado hacia adelante para sostener un recipiente entre las manos. Dicho recipiente era utilizado por los sacerdotes para depositar el corazón de la víctima.
Chacmool azteca
Ritos funerarios
Para los aztecas, la vida de ultratumba podía transcurrir en dos territorios: el Mictlán y el Tlalocan. Al primero iban todos aquellos que debían pasar diferentes pruebas antes de hallar la paz eterna; en el segundo, bajo la protección del dios Tláloc, se hallaba el paraíso. Por lo general, el viaje a Mictlán era extenso, de ahí que se enterrara a los muertos con alguna jarra de agua para ser utilizada en el largo viaje. Los fallecidos que se presumían con destino al Mictlán eran preparados en cuclillas y atiborrados de mantas y abrigos, para luego incinerar el bulto mortuorio. Los que marchaban a Tlalocan eran enterrados con una "vaina", para que, una vez llegados, ésta se convirtiera en un nuevo árbol.
Los que morían ahogados o por otras causas relacionadas con el agua, o fulminados por el rayo, eran recibidos en el paraíso presidido por Tláloc. También los paraísos se dividían en oriental y occidental, conforme el paso del Sol. El oriental era el hogar de los guerreros, cuya muerte en las batallas o en el sacrificio nutría al Sol. El paraíso occidental albergaba a las mujeres que morían en el parto, sacrificándose al dar a luz futuros guerreros. Los demás muertos iban al Mictlán o mundo inferior. Durante el desarrollo de las ceremonias fúnebres se entonaban cánticos al son de la música de flautas y bombos. Las ceremonias eran dirigidas por los ancianos, considerados los más sabios de la comunidad.
Lámina sobre el entierro de un emperador azteca. Se ve sentado en un trono de mimbre con un adorno de plumas de quetzal, un collar de jade y tres hombres en el fondo. Los tres hombres representan a los esclavos que eran sacrificados cuando fallecía un emperador. Códice Tovar.
La señora y el señor de los muertos
Mictecacihuatl, "Señora de las Aguas" en lengua náhuatl, era la reina de Mictlán y la encargada de custodiar los huesos de los muertos. La tradición local la señala como muerta al nacer, convirtiéndose así en la "Señora de la Muerte". Suele representársela colaborando con su esposo Mictlantecuhtli, aunque en oportunidades también en conflicto.
Mictlantecuhtli es el dios azteca de los infiernos y los muertos, regía el Mictlán junto a su esposa. Se le representaba con la figura de un esqueleto humano, cuya calavera se destaca por sus numerosos dientes y prominentes órbitas oculares. También se le asociaba con arañas, murciélagos y búhos, habitantes de la tierra y la oscuridad de las calaveras.
El señor Mictlantecuhtli y la señora Mictecacihuatl, Dioses de la muerte.
La estrecha relación entre la vida terrenal y la de ultratumba ha dejado en la cultura mexicana perdurables huellas que se manifiestan en la proliferación de figuras esqueléticas de culto. Uno de los más importantes dibujantes locales, Guadalupe Posada (1852-1913), dedicó la mayor parte de su producción a ellas. Actualmente, en México se celebra el Día de los Muertos el 1 y 2 de noviembre, celebración iniciada hace más de 3.000 años en el corazón de Mesoamérica.
El sacerdocio
El sacerdocio ofrecía una carrera de carácter inexorable y los jefes presidían la dirección de las ceremonias. Por lo tanto, es difícil considerar al sacerdocio como completamente separado de la autoridad civil: dependían uno de otro. El sacerdocio estaba organizado imitando la misma estructura piramidal que el orden social. De este modo existía una jerarquía eclesiástica. En Tenochtitlán el Jefe de Los Hombres y la Mujer Serpiente tenían deberes duales con relación a los asuntos civiles y religiosos; el primero dirigía activamente los servicios, y la última vigilaba los templos, la forma de los ritos y los asuntos inherentes al sacerdocio.
Seguía en importancia después de estos dos funcionarios un tercero, que como un vicario mayor vigilaba los asuntos religiosos, en general de la ciudad-Estado y de los pueblos conquistados. Dos ayudantes se ocupaban de la instrucción en las escuelas para los ciudadanos-guerreros y para los sacerdotes. Seguían en categoría los sacerdotes que tenían a su cargo el culto, el templo y el rito de cada dios o diosa en particular. También había sacerdotisas y escuelas creadas para su mejor instrucción. Considerados aptos para la interpretación de la voluntad divina, los sacerdotes tenían que seguir las imposiciones del rito más estrictamente que el resto de la población.
Cihuacóatl (mujer serpiente), Códice magliabechiano.
Las ceremonias eran ejecutadas de acuerdo con las exigencias del año solar, compuesto de dieciocho meses de veinte días cada uno y un período de cinco días que se consideraba nefasto. Durante ese tiempo, pleno de malos presagios, el pueblo dejaba apagar sus fuegos y destruía sus enseres domésticos, y mientras esperaba la catástrofe, ayunaba y se entregaba al lamento. Como parte de la desazón generalizada, las mujeres encintas eran encerradas en graneros por temor a que se convirtieran en animales salvajes y a los niños se los hacía caminar y se los mantenía despiertos por miedo de que, al dormirse, se convirtieran en ratas. A la puesta del Sol los sacerdotes subían al Cerro de la Estrella y esperaban la hora en que cierto grupo de estrellas llegara al centro del cielo. Esa era la señal de que el mundo no se acabaría.
Prácticas rituales
La conducta social y religiosa entre los aztecas estaba concebida para conservar la existencia humana y asegurar el bienestar del hombre. De ahí que para alcanzar tales fines ofrendaban el más preciado de todos los dones, la vida humana. Pensaban que para que el hombre sobreviviera, los dioses que permitían su existencia debían también vivir y fortalecerse. Estos dioses, sin embargo, recibían su mejor alimentación de los corazones sangrantes de un hombre o hasta de un niño. De este modo, entre los aztecas, los sacrificios humanos ofrecidos a las deidades alcanzaron proporciones aterradoras.
Sacrificio por precipitación.
El sacrificio por precipitación se celebraba en Ochpaniztli a honra de la diosa Toci. Consistía en subir a la víctima a lo alto de un poste para luego arrojarla al vacío, y una vez abajo, recién muerta o aún agonizante se le degollaba. Otro tipo de sacrificio, la muerte por decapitación, fue el segundo más común en Mesoamérica y se encontraba principalmente asociado al juego de pelota y a la fertilidad. En la sociedad mexica, éste podía realizarse antes o después de la cardioectomía (muerte por extracción del corazón).
Sacrificio por decapitación, Códice Laud, lámina 20.
Los prisioneros de guerra eran la ofrenda más estimada, tanto más si los cautivos habían demostrado bravura en los combates o si eran parte de sus más elevadas jerarquías. El derramamiento de la propia sangre era otro procedimiento para procurar el favor divino. El pueblo ejecutaba horribles penitencias frente a las estatuas e imágenes de sus dioses, tales como mutilarse con cuchillos o pasar por su lengua un hilo con espinas de maguey ensartadas. Entonces, la sangre de los que realizaban estos actos corría sobre las propias estatuas o se agolpaba a sus pies.
Ceremonias macabras
Conocedores del derramamiento de sangre y el desmembramiento de cuerpos, no resulta extraño que fueran también afectos a celebraciones de claro contenido sádico y macabro. Una de ellas era la consagrada en honor de Huehuetéotl, dios azteca del fuego. El rito se iniciaba cuando los prisioneros de guerra y sus aprehensores tomaban parte en una danza en honor del dios, lo que habitualmente duraba buena parte de la jornada; al día siguiente los cautivos ascendían a lo alto de la plataforma, donde se les arrojaba yauhli en la cara, un polvo que los anestesiaba para que no se dieran cuenta de su terrible destino. Finalmente, después de preparar un gran fuego, cada sacerdote se apoderaba de un cautivo y, atando sus manos y pies, se lo colocaba en la espalda. Alrededor de las brasas se celebraba una danza y uno por uno iban arrojando su carga a las llamas. Antes de que la muerte pudiera intervenir para poner fin a sus sufrimientos, los sacerdotes enganchaban al cautivo con grandes garfios y arrancaban el corazón de los cuerpos ampollados.
Sacrificio por asamiento. Fray Diego Durán, Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme. Lámina 22.
En otra ceremonia, esta vez en relación con el culto del dios Xipe, el ritual de muerte se hallaba tan presente como en la anterior. La víctima era amarrada al patíbulo y los sacerdotes, con arcos o con "atlatl", le disparaban hasta matarlo.
Sacrificio por flechamento. Códice Telleriano-Remensis.
También la ceremonia en honor del dios Tezcatlipoca era dramática. Un año antes de su ejecución, se escogía al prisionero de guerra más hermoso y valiente, a quien los sacerdotes le enseñaban los mejores modales. Un mes antes del día del sacrificio, cuatro doncellas encantadoras y ataviadas como diosas se convertían en sus compañeras y lo complacían en cada uno de sus deseos. Por fin llegaba el día de su muerte, y el sacrificado se despedía de sus llorosas consortes para encabezar una procesión en su honor que se distinguía por el júbilo y los festines. Después decía el último adiós al cortejo y entraba en un pequeño templo, acompañado de ocho sacerdotes. Los sacerdotes subían primero las gradas del templo y él los seguía, rompiendo en cada grada una de las flautas que había tocado en las horas felices. En lo alto de la plataforma los sacerdotes lo tendían en la piedra de los sacrificios y le arrancaban el corazón.
Sacrificio por extracción del corazón. Códice Magliabechiano.
El sacrificio fue una práctica religiosa completamente integrada a las primeras culturas de Mesoamérica, y común entre los olmecas y teotihuacanos, entre otros. Los aztecas incorporaron la tradición otorgándoles a sus dioses ofrendas sacrificiales particulares. Hombres especialmente escogidos, niños y esclavos de la comunidad fueron las víctimas más frecuentes. También realizaron campañas militares, las llamadas Guerras Floridas, para capturar prisioneros entre los pueblos vecinos destinados a morir bajo el cuchillo ceremonial.
Los sacerdotes realizaban los sacrificios con un cuchillo de pedernal, habitualmente bellamente decorado en su mango de madera con mosaicos de jade, piedritas e incrustaciones de oro y plata. Según la más difundida creencia azteca, la sangre humana era el elemento necesario para el mantenimiento de Huitzilopochtli y otras divinidades. De hecho, los propios sacerdotes y la gente corriente procedían, en sus templos o frente a sus imágenes, a agujerearse distintas partes del cuerpo, y muy especialmente el lóbulo de la oreja, con una espina de maguey. A cambio de tanta sangría, los dioses aztecas se prodigaban en su buena voluntad y beneficiaban a sus adoradores con la mejor suerte en las batallas.
¿Canibalismo o espiritualismo?
Una lámina del Códice Magliabechiano muestra un grupo de mexicas que comen partes del cuerpo de un ser humano, en utensilios domésticos, bajo la mirada del dios de la muerte. Después de su sacrificio el cuerpo quedaba a disposición del guerrero que lo capturo y este hacía con él un gran banquete.
Las interpretaciones acerca de la proliferación de sacrificios humanos entre los aztecas suelen ser fundamentadas por la creencia mítica de alimentar a los dioses con corazones humanos, lo cual garantizaría la mejor de las vidas para el pueblo. No obstante, algunas investigaciones indican que los rituales sacrificiales tendrían una relación directa con la necesidad de completar los requerimientos proteicos de la población, y muy especialmente de las clases nobles, con la aportada por la carne humana, sobre todo teniendo en cuenta la falta de camélidos para incorporar a su habitual menú. Se admite que, como en otras culturas prehispánicas, el canibalismo estaba incorporado a las prácticas mexicas, y que comúnmente a buena parte de los cadáveres de las víctimas, más que a un enterramiento, se la direccionaba para su fragmentación, limpieza y posterior cocción.
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