El Bajo Imperio: Cristianismo y poder imperial en Roma
Tres períodos podemos distinguir en las relaciones entre Roma y los cristianos, a saber: tolerancia, persecución, y el cristianismo como religión oficial.
En sus inicios la religión cristiana no fue perseguida como peligrosa para la estabilidad de Roma; el poder no diferenciaba entre esta religión y la fe judía; la ley no impedía, ni prohibía las religiones de los pueblos dominados, de ahí que existiera una actitud de tolerancia frente a la misma. Tal es el caso de las administraciones de Trajano y Adriano, en las que por unos 30 años el cristianismo fue tolerado.
El imperio contra los cristianos. Las persecuciones
Antes de cumplirse medio siglo de la muerte de Jesús, sus seguidores comenzaron a ser cruelmente perseguidos. Las persecuciones que sufrieron los cristianos durante sus tres primeros siglos de existencia forman parte de su pasado glorioso.
El año 64 marca el inicio de la persecución de las autoridades romanas contra las comunidades cristianas. A raíz del incendio que destruyó a diez de los catorce barrios que conformaban Roma, la plebe acusó a los cristianos como responsables; el emperador Nerón (54-68) para satisfacer al vulgo y contener el descontento que su desordenada administración producía, dio la orden de perseguir a los cristianos y crucificarlos sobre las vías de acceso a la capital. Según la tradición, los apóstoles Pedro y Pablo fueron ajusticiados bajo el gobierno del emperador Nerón.
En la época del emperador Marco Aurelio se inicia una nueva persecución que culminará con la subida al poder de Decio, quien reprimiera fuertemente a los cristianos. Por espacio de 250 años, en distintas ocasiones y regiones del Imperio, las autoridades romanas decretaron cárcel, destierro y muerte contra el clero y los fieles. Pero a partir del siglo III las persecuciones fueron más violentas, con el propósito de exterminar el cristianismo. Algunos murieron crucificados, otros flagelados o acribillados a flechazos y la mayoría en las arenas del circo, devorados por leones hambrientos para recreación y complacencia de la muchedumbre. Hasta el año 303 en que Diocleciano inició la última persecución a la que por la cantidad de cristianos muertos se le llamó "la era de los mártires", se habían presentado diez grandes persecuciones.
Los romanos no se opusieron al cristianismo por ser una religión nueva, sino porque sintieron desprecio y odio hacia aquellos hombres y mujeres por la vida austera y virtuosa que llevaban y porque los cristianos no hacían diferencias entre ricos y pobres, ni entre esclavos y libres, hombres y mujeres; todos se amaban y ayudaban como hijos de Dios, se practicaba una auténtica caridad. Esto no fue comprendido por las mayorías de la sociedad y resultaba impopular; por ello antes de que el gobierno iniciara oficialmente las persecuciones, el público en general las pedía. La corrupción de la época rechazaba la virtud y no permitía comprender la fe en que se basaba la vida cristiana.
Pero ¿a qué se debieron estas persecuciones, si los romanos se caracterizaron por su tolerancia con las diferentes religiones? Pues, en parte se debieron a una comprensión errada de lo que era el cristianismo, y en parte se debieron a motivos políticos. El hecho de que los cristianos formaran un grupo aparte y cerrado y de que se rodearan de misterio para celebrar su culto, se prestó a calumnias.
Había una legislación romana que impedía tomar prisioneros o incluso reprimir a alguien si se encontraba en un cementerio. Como los hebreos enterraban a sus muertos en algunas construcciones rudimentarias bajo tierra, llamadas catacumbas, podían reunirse e incluso esconderse allí; por lo tanto, en los tiempos que la cristiandad fue prohibida por el Imperio, los cristianos tomaron las catacumbas como sitio de organización y culto. Los cristianos no tenían imágenes ni altares. Como los ritos se practicaban privadamente en las catacumbas o cementerios y en los hogares, el populacho calumniaba a los cristianos de inmorales, se les tachaba de "enemigos del género humano"; se contaba que mataban niños y bebían su sangre, etc. y les atribuían la causa de todas las calamidades. El origen judío del cristianismo determinó que las autoridades romanas hicieran extensivo a los cristianos el desprecio que sentían hacia los judíos.
A principios del siglo II, el emperador Trajano dio una norma al gobernador Plinio el joven respecto a cómo actuar con los cristianos: "No se les debe buscar sino en caso de denuncia y siempre que la misma no sea anónima. Si el cristiano se declara dispuesto a dejar de serlo y lo acredita con hechos, rindiendo culto a nuestros dioses, aunque de lo pasado puede tenerse sospecha, no debe ser castigado".
No cabe la menor duda que en el fondo existía una poderosa razón político-religiosa: al adorar un único Dios, los cristianos se niegan a adorar los dioses oficiales de Roma y no reconocen el carácter divino del emperador, con lo cual terminaron enfrentados al poder absoluto de éste; y al negarse los cristianos a participar de las fiestas religiosas públicas en que los militares y magistrados ofrecían sacrificios de las ceremonias, se cuestionaba el carácter sagrado indiscutido de la autoridad que poseía el emperador. De ahí que el sólo hecho de llamarse cristiano podía ser considerado como una confesión de alta traición al Estado (siglos después los cristianos en el poder terminarían persiguiendo a los herejes por razones similares).
Al predicar la igualdad y el amor entre los hombres, el cristianismo cuestionaba la base sobre la cual estaba cimentada la sociedad romana: la injusticia social y la esclavitud que sometía a millones de personas, en beneficio de una minoría opulenta y ociosa.
Hay que tener en cuenta que las persecuciones fueron demasiado intermitentes y breves para poder erradicar el cristianismo. Sin embargo, fueron lo bastante violentas para consolidar la firme unión de los cristianos a infundirles una mística del martirio (palabra griega que significa "testimonio"; pues mártires eran aquellos que testimoniaban con su propia muerte a Jesús como el Cristo, el Mesías). Estos martirios influyeron en el pueblo romano, provocando el efecto contrario: el cristianismo no se acabó, sino que cada vez contó con más seguidores, incluso entre los miembros del ejército, los funcionarios y hasta los nobles.
A pesar de las persecuciones, o gracias a ellas, el número de cristianos no cesó de aumentar. En una sociedad en busca de valores en qué creer, terminó haciendo mella la fe y la serenidad de algunos mártires que, como Ignacio de Antioquía, en vísperas de ser arrojado a los leones escribía: "Soy el trigo de Dios, que ha de ser molido por los dientes de las fieras a fin de que sea hallado pan digno de Cristo".
En este doble proceso de difusión y persecución, el cristianismo asimiló conceptos y elementos de la filosofía y el derecho vigentes en el Imperio; los cristianos de diferentes estratos sociales proyectaron sus costumbres en la práctica de la religión. Recíprocamente, el amor fraternal entre los hombres y la ayuda mutua, penetraron en la vida del Imperio, purificando las costumbres morales y mejorando las relaciones sociales.
De la clandestinidad a religión de Estado
Hacia el año 250 y después hacia el 300, el cristianismo sufrió violentas persecuciones. Para esa época, sin embargo, había hecho grandes progresos, constituyéndose en una fuerza con la que tarde o temprano habría que contar.
El siglo III evidenciará un cambio significativo para la religión cristiana; las comunidades cristianas crecen aceleradamente; grandes cantidades de gente pertenecientes a las clases ricas y nobles del imperio se convierten al cristianismo y se empieza, desde el siglo II, la configuración de una jerarquía con base en la autoridad de los ancianos o presbíteros, los obispos y los diáconos.
La presencia de los sectores nobles fue vital para la supervivencia de la nueva religión; ante los ataques oficiales y públicos de que era objeto, fue necesario defender la doctrina con sólidos argumentos y detalladas explicaciones de las verdades relacionadas con la fe; este factor oficial fue asumido por las personas cultas, escritores, oradores provenientes de las nobleza tanto romanas como de diferentes regiones del imperio; Tertuliano, Orígenes y San Cipriano son considerados como los primeros grandes defensores del cristianismo, llamados igualmente apologistas.
El triunfo definitivo del cristianismo
Cuando en el siglo IV, el emperador Constantino (312-337) expide en 313 el Edicto de Milán, estableciendo la libertad de cultos y prohibiendo la persecución hacia los cristianos, la nueva Iglesia no sólo ya es mayoría sino que además se encuentra en vísperas de su reconocimiento oficial, al quedar equiparada con la religión oficial; se trataba, simplemente, de un edicto de tolerancia, aunque pronto Constantino favoreció abiertamente a los cristianos. Les restituyó los bienes confiscados a los cristianos y más tarde concedió a la Iglesia la facultad de liberar a los esclavos, el derecho de recibir donaciones y la exención de impuestos.
Constantino convirtió a la Iglesia en una institución privilegiada y, además practicó -sin ser cristiano- una política cristiana: decretó como día festivo y de descanso el domingo, suprimió la muerte en cruz, suavizó las leyes penales, ordenó un trato más humano a los esclavos y favoreció que la Iglesia los liberara. Cerró templos paganos que cedió a la Iglesia y abolió numerosos cultos. Luego de la promulgación del Edicto de Milán, los cristianos, y el mismo Constantino, comenzaron a perseguir otros credos a los que llamaron cultos paganos, destruyendo sus templos y atacando a sus sacerdotes.
Constantino comprendería con absoluta claridad que la enorme influencia adquirida por esta religión podía ser una excelente aliada del poder imperial. A cambio de protección, donación de tierras y bienes que concedía el emperador para el culto, la religión perdió su independencia para juzgar el exceso del poder. Así, después de ser la que defendía los intereses de los pobres se convirtió en la defensora de los sectores dominantes.
Desde esa época, las relaciones entre la Iglesia y el Estado fueron motivo de preocupación para algunos pensadores y eruditos cristianos; el apologista Eusebio consideró como fundamental para la salvación de los ciudadanos que el imperio y el evangelio estuvieran unidos; así las disposiciones políticas y sociales emanadas del gobierno no podían alejarse de la doctrina y moral cristianas.
Cuando cesaron las persecuciones, la Iglesia se vio afectada por disensiones internas sobre las creencias fundamentales o dogmas. Las opiniones en contra de los dogmas de la Iglesia se denominaron herejías. Estas se debieron a la influencia del pensamiento filosófico griego que pretendía explicar la doctrina únicamente por medio de la razón y también a muchos intelectuales que ingresaron a la Iglesia porque en ella podían desarrollar sus habilidades como polemistas y oradores.
La herejía más importante fue planteada por el obispo Arrio, quien afirmó que Cristo no era Dios sino un ser intermedio entre Dios y los hombres. El arrianismo contó con muchos adeptos y Constantino, interesado en mantener la unidad de la Iglesia, convocó el Concilio de Nicea (325) para llegar a un consenso entre los cristianos, acerca de la verdadera naturaleza de Cristo como hijo de Dios, rechazando la idea del arrianismo. Dicha asamblea de obispos y sacerdotes fue el primer concilio ecuménico o universal de la Iglesia. En él se declaró herejes a los arrianos y se redactó el Credo o profesión de fe cristiana que se reza en la misa.
La Teología o ciencia de Dios partiendo de la revelación, se desarrolló. Posteriores herejías y concilios dieron a la Iglesia ocasión para aclarar y precisar los dogmas cristianos. Sacerdotes y obispos eruditos dieron explicaciones de gran altura intelectual, en las que se intentaba armonizar la fe con la razón. La Literatura cristiana de la época está representada por los Padres de la Iglesia: San Antonio, San Basilio, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo; por San Ambrosio, San Jerónimo, cuya traducción de la Biblia se convirtió en el texto oficial de la Iglesia Católica y, por la figura máxima del pensamiento cristiano de su tiempo, San Agustín, filósofo que había sido pagano y hereje antes de convertirse, fundador de la Comunidad Agustiniana y autor de Las Confesiones y La Ciudad de Dios, donde brilla a gran altura por la profundidad del pensamiento y por la claridad y amenidad de la exposición. Su pensamiento teológico y filosófico influiría durante toda la Edad Media en la cristiandad.
Uno de los sucesores de Constantino, el emperador Juliano, trató de favorecer al paganismo, pero no reinó sino dos años (361-363). Finalmente, Teodosio, guerrero español proclamado emperador primero de oriente y luego de occidente, prohibió los cultos paganos, convirtió el cristianismo en religión oficial del imperio, a través del Edicto de Tesalónica el 27 de febrero de 380, y ordenó que todos los súbditos fueran bautizados como nuevos cristianos; él mismo fue bautizado en el año 380 para dar ejemplo. De esta manera, las iglesias se agruparon en torno a diócesis, presididas por obispos, al tiempo que se adaptó un sistema de organización, sobre la base del que tenía el Imperio Romano.
Por la importancia que en la evolución del cristianismo habían tenido Alejandría, Antioquía, Jerusalén, Roma y Constantinopla, sus obispos tenían mayor categoría y eran llamados patriarcas. En los concilios se declaró que el patriarca de Roma o Papa tenía la primacía sobre todos los demás. El Papa que más insistió en esta declaración fue San León el Magno (451), quien agregó a su título el de Sumo Pontífice, abandonado por los emperadores, con el fin de afianzar su condición de primer obispo de la Iglesia. El obispo de Roma ganó importancia tanto religiosa como política y se convirtió en Papa y designó a Roma como centro del cristianismo.
Para resolver sus problemas, los obispos se reunían en asambleas denominadas sínodo, en las capitales provinciales y en los centros metropolitanos. Roma se convirtió en la sede de San Pedro, y en un principio compartió esta dignidad con ciudades como Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén.
Vestido de púrpura y toga, el cristianismo como religión oficial salió de las catacumbas, y comenzó a desarrollarse como el sector ideológico del ya decadente Imperio Romano. Aquí cabe señalar, de manera especial, su aporte al arte de la época. Grandes iglesias, pinturas, murales, mosaicos, etc., comenzaron a formar parte de la nueva ornamentación, que la hizo esplendorosa a los ojos de ricos y pobres, en la medida que competía con las edificaciones oficiales. El mármol y el oro hicieron de la Iglesia católica la expresión de los nuevos valores espirituales, y las reuniones de confraternidad entre alfabetos y analfabetos se alejaron, ya que la interpretación de las sagradas escrituras fue reservada para los primeros. Con el tiempo vendría una crisis, que aún hoy en día afecta al sector católico del cristianismo.
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